‘Destellos en el abismo’, trilogía de Soma Morgenstern

Luis Daniel González
5 min readAug 23, 2018

Grandes novelas sobre el mundo judío centroeuropeo de las primeras décadas del siglo XX. El autor, que comenzó a escribirlas hacia 1929 y cuya primera entrega fue muy elogiada por escritores como Stefan Zweig y Joseph Roth, la terminó en 1943. Su categoría como una obra de primera magnitud fue reconocida muchos años después.

Todo gira en torno a Alfred Mohylewski, un joven de 19 años al comienzo. Los personajes principales son su tío Welwel o Wolf, un bondadoso terrateniente que se toma su judaísmo muy en serio; y su competente y cascarrabias administrador Jankel Christjampoler. De fondo está el recuerdo del padre de Alfred y hermano mayor de Welwel, Josef, converso al cristianismo de rito ortodoxo griego y fallecido durante la primera Guerra Mundial.

La primera novela, El hijo del hijo pródigo, se desarrolla en Viena casi en su integridad. Welwel y Jankel viajan allí en 1929, a un Congreso de judíos ortodoxos, para intentar encontrar a Alfred. El sueño de Welwel es que regrese al judaísmo y pueda ser el heredero de la hacienda familiar. Allí tratan con el doctor Frankl, un amigo de la madre de Alfred que cumple con él un cierto papel de tutor.

La segunda novela, Idilio en el exilio, tiene lugar en Dobropolje y sus pueblos cercanos, en la Galitzia polaca fronteriza con Ucrania. Alfred se familiariza con los trabajos del campo guiado por Jankel, conoce a los vecinos, se hace muy amigo de un niño especialmente dotado llamado Lipito, tiene amoríos con una joven campesina, y progresa en su conocimiento de las enseñanzas y prácticas de la ortodoxia judía. Todo se enrarece cuando llega al pueblo un nuevo secretario de ayuntamiento que azuza de forma innoble las rivalidades políticas entre polacos, ucranianos y judíos.

En la tercera, El testamento del hijo pródigo, un hilo argumental sigue los acontecimientos que llevan a Jankel a la cárcel en la ciudad, junto con los intentos de sus amigos y de Alfred para que lo liberen, y el otro está constituido por unas largas cartas que el padre de Alfred le dejó para que las leyera siendo adulto. En ellas da explicaciones de los motivos que tuvo para cambiar del judaísmo precisamente a la ortodoxia griega y no a otro rito, y de todas las circunstancias del caso. Con ese motivo los oyentes de la lectura en alto de esas cartas, Welwel, Jankel y Frankl, recuerdan más episodios de la vida de Josef.

La narración a lo largo de las tres novelas es tan buena que detiene incluso a un lector algo acelerado (como suelo ser yo) y que hace disculpar algunas erratas o descuidos en la edición. Las descripciones son calmosas y siempre magníficas, sean de las tareas del campo, de los rezos en la sinagoga, de los platos que componen las comidas, de los comportamientos de todos en sábado, etc. Los diálogos están compuestos con gran destreza: el lector se hace cargo de las preocupaciones de unos y otros, aprende las particularidades del modo judío de afrontar la vida, y goza con los muchos choques dialécticos repletos de ingenio.

Hay un buen esbozo del panorama de conflictos sociales y políticos, que forman el telón de fondo del relato, entre polacos, ucranianos, judíos, nostálgicos del imperio austrohúngaro, partidarios de la ortodoxia de rito griego y de rito ruso… El enfoque de todo esto es sereno: el narrador presenta traidores y personas honradas en los distintos grupos humanos. Un judío tratante de caballos a quien solo le interesan los negocios, le dice a su futuro socio: «Si todos los judíos fueran como yo, señor Lubasch, yo tendría vergüenza de ser judío. Y si todos los polacos cristianos fueran como usted, señor Lubasch, yo tendría vergüenza de ser polaco».

Puede dar idea del tono ponderado y reflexivo del narrador este párrafo, tomado de la tercera novela (igual que el citado atrás), acerca del valor de sus recuerdos: «El recuerdo tiende a simplificarlo todo. El recuerdo, con toda evidencia, sólo puede ver perfiles. El recuerdo falsea destacando intempestivamente con intensidad determinado acontecimiento en primer plano, mientras que relega a otro, igualmente importante, a segundo plano. Es sin duda más la imperfección de la labor de la memoria, que, con toda seguridad, los fallos de mi evocación, lo que abre aquí una falla que da paso a una falsa apreciación de las cosas».

Son muchas las indicaciones y observaciones interesantes acerca de la educación que recibían los niños judíos como el mismo autor fue. Así, en la tercera novela se nos cuenta que los hermanos Mohylewski tenían un pacto con su padre y recibían unas monedas cada vez que se aprendían un salmo; en la segunda, que cuando Welwel se plantea instruir a Alfred en el judaísmo y ve sus limitaciones piensa que «la insuficiencia del maestro no perjudicaría al alumno: toda la luz emanaría de la Doctrina»; varios personajes niños le dan oportunidad al narrador para señalar la «fina intuición de la dignidad espiritual que es a veces el atributo de un niño piadoso»…

Abundan en la novela pequeñas historias o frases felices tomadas de la tradición judía y que suenan, con frecuencia, como tantos relatos de Martin Buber. La mayoría están en Idilio en el exililo y las transmite, sobre todo, Jankel, un hombre irónico que disfruta provocando a su amigo Welwel. Entre las bromistas, por ejemplo, esta que le dice a Alfred: «soy de los que creen en lo que dijo el gran tsadik: “No temo al infierno, ¡mi único temor es que en el cielo me pongan al lado de un cretino!”». Entre las realistas y autoirónicas, esta otra: «El pueblo judío no es tan necio como se podría pensar cuando solo se conoce a los judíos ricos».

No faltan agudas explicaciones sobre la vida propia de los judíos religiosos. Cuando Alfred pregunta por qué tienen tantas prohibiciones en sábado, incluso de gestos mínimos, Jankel le dice: «Porque nosotros, los judíos, lo exageramos todo. Si se le permite arrancar una hoja el día del Sabbat, el hombre también cogerá una fruta del árbol; arrancar, cortar, segar una espiga: en una palabra, ¡cosechar! He aquí lo que se dijeron los legisladores, y ampliaron la prohibición hasta el absurdo. Es por lo tanto pecado quitarle una hoja a la rama». Entonces Welwel le da la razón a su amigo pero completa la explicación diciéndole a Alfred que el Sabbat es para todas las criaturas, que «si arrancas la hoja del árbol, perturbas el reposo sabático del árbol. Puesto que, en ese día, ningún ser, ninguna cosa deben ser importunados», y que ha de ver el Sabbat como la raíz de la libertad y de la renovación del ser humano.

Podemos leer parte de la tragedia del autor en este comentario de Jankel al final de la trilogía: «El ser humano no es un árbol, dijo un hombre sabio. Dios le ha dado dos piernas al hombre para que pueda también dejar su tierra natal, cuando ésta se ha vuelto hostil y mala».



Soma Morgenstern. El hijo del hijo pródigo (Der Sohn des verlorenen Sohnes — Funken im Abgrund I, 1929–1943). Madrid: Funambulista, 2008; 517 pp.; col. Literadura; trad. de Yolanda Bauer Arellano; ISBN: 978–84–96601–61–1.
Soma Morgenstern. Idilio en el exilio (Idyll im Exil — Funken im Abgrund II, 1929–1943). Madrid: Funambulista, 2009; 642 pp.; col. Literadura; trad. de Ramón Vilardell Jové y Emma Neuberg; ISBN: 978–84–96601–73–4.
Soma Morgenstern. El testamento del hijo pródigo (Das Vermächtnis des verlorenen Sohnes — Funken im Abgrund III, 1929–1943). Madrid: Funambulista, 2010; 622 pp.; col. Literadura; trad. de Ramón Vilardell Jové y Emma Neuberg; ISBN: 978–84–96601–86–4.

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Luis Daniel González

Escribo sobre libros, y especialmente sobre libros infantiles y juveniles, en www.bienvenidosalafiesta.com.