‘Educar en el asombro’ y ‘Educar en la realidad’, de Catherine L’Ecuyer

Luis Daniel González
6 min readSep 13, 2020

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Dos libros de referencia sobre cuestiones educativas por la claridad de su exposición, por la calidad de sus argumentos y por la sensatez de sus propuestas.

El primero habla de que «el sentido del asombro del niño es lo que le lleva a descubrir el mundo», es su motivación interna, su estimulación temprana natural, y de que los educadores han de «acompañar al niño proporcionándole un entorno favorable» para que haga por sí mismo sus descubrimientos. Explica que «educar en el asombro es incompatible con la hipereducación», que define como «la obsesión por adelantar las etapas cognitivas y afectivas del niño para que sea un «superniño». Plantea la necesidad de ser muy cautelosos ante la industria del entretenimiento infantil, y de resistirse a «la tentación de usar los medios digitales para calmar al niño» o para, supuestamente, facilitar con ellos su desarrollo intelectual.

El segundo abunda en estas últimas ideas, como esta reseña explica bien, y se centra tanto en reivindicar la realidad y el contacto personal como medio esencial para el aprendizaje de los niños, como en presentar los inconvenientes de una educación a través de pantallas. Detalla cómo los objetivos y contenidos de los productos de las grandes compañías tecnológicas están pensados para convencer a sus compradores adultos pero no para mejorar de verdad el desarrollo de los niños. Hace ver la inconsistencia de los que llama «neuromitos», «alimentados por las empresas que comercializan productos dirigidos a un público infantil», argumenta que «lo que no funciona con la educación no se arregla con la tecnología», y despeja los falsos temores que algunos tienen a que, sin un conocimiento temprano de instrumentos tecnológicos, los niños se queden atrás.

En particular, ambos libros tienen mucho interés para quienes, como indica Ana Garralón en este comentario a Educar para el asombro, trabajan en la promoción de la lectura y se sienten inquietos al ver ese mundo tan acelerado en el que se introduce a los niños desde pequeños. A las citas escogidas que da ella se puede añadir esta: «hay estudios que confirman que los niños que consumen mucho tiempo ante una pantalla tienen menos probabilidades de leer que aquellos que apenas las utilizan. Buscar alternativas de calidad es dirigir su mirada hacia la excelencia, lo mejor, lo más bello. Hemos de darles alternativas excelentes, y las hay, porque estamos rodeados de cosas bellas» y, cabe añadir, de libros valiosos que conviene ayudarles a conocer.

Elijo a continuación unos párrafos con ideas de ambos libros, los tres primeros de Educar en el asombro y los dos siguientes de Educar en la realidad, que pretenden dar idea de su tono y de sus contenidos más importantes.

—La educación del niño desde dentro. «El niño original es un niño que está acostumbrado a iniciar su proceso educativo desde dentro. Es curioso, descubridor, inventor, capaz de dudar sin desconcertarse, de formular hipótesis y de comprobar su validez mediante la observación. Observará con calma las plantas, las flores, los caracoles y las mariposas. Acercará un papel a las pinzas de las tijeretas para ver si el insecto se hace con él. Jugará con su sombra, se preguntará por qué la imagen que proyecta en el espejo le imita siempre, se preguntará cómo puede ser que Mary Poppins haya subido por la chimenea, desafiando la ley de la gravedad. En la playa empezará a inventarse tesoros por excavar; y en el bosque imaginará las cabañas que pueden construir en un árbol. Todas estas preguntas y estas aventuras que parten del asombro de nuestros pequeños filósofos, si encuentran el entorno fértil necesario para una educación en el asombro, son el preámbulo de una reflexión todavía más profunda sobre los misterios y las leyes de nuestro mundo. Cuando este niño asombrado llegue a la adolescencia, le será más natural estudiar porque tendrá curiosidad intelectual. Es cierto que el adolescente de todos los tiempos tiene rasgos determinados que no se curan con el asombro, pero este hará que le sea más natural leer novelas y que encuentre placenteras las largas y bellas descripciones de los lugares y de los rasgos de carácter de los personajes. No se aburrirá con los escritos de autores como Cervantes, Tolkien y C. S. Lewis».

—La diferencia entre educar e inculcar. «¿Cuál es la diferencia desde el punto de vista del que educa y del que inculca? El paradigma del educador que educa es acoger, mientras que el del educador que inculca es dar, o más bien imponer. El que educa acepta al niño como es y le acompaña en su búsqueda de la excelencia, rodeándole de oportunidades para que llegue por sí solo a ellas y protegiendo su mirada de lo que no le conviene». Esto también quiere decir que «no existe un remedio mágico para que el niño recupere la atención sostenida», que el camino para educar en el asombro «consiste en respetar su libertad interior, contando con el niño en el proceso educativo, respetar sus ritmos, fomentar el silencio, el juego libre, respetar las etapas de la infancia, rodear al niño de belleza, sin saturar los sentidos». (En este punto también vale la pena recordar estas agudas consideraciones chestertonianas sobre si educar es extraer o introducir…)

—La mala educación de las pantallas. «El niño necesita a la persona que le quiere para triangular con el mundo (…) . Sustituirla por una pantalla a una edad tan temprana es deshumanizar el aprendizaje. Los estudios lo confirman, no se aprende a través de las pantallas, sino a través del descubrimiento acompañado por una persona querida. No estamos diciendo que las nuevas tecnologías son malas en sí; no lo son. Estamos hablando a “otro nivel”, más allá de la simplista pregunta de si “es bueno o es malo”». La cuestión está en que «es muy difícil desplazar algo que haya entrado en el corazón de un niño de entre cero y cuatro años. (…) Todo aquello que entra por los sentidos del niño pequeño configurará su cultura, porque todavía no tiene filtro, capacidad de discernimiento, esa madurez afectiva e intelectual que le permite filtrar, organizar, escoger, entender toda la información que se le da. El rol del educador –empezando por los padres– consiste en entender hasta qué punto el niño está preparado para recibir según qué informaciones u observar según qué comportamientos y actuar como filtro externo protegiendo al niño de lo que comporta un riesgo para su desarrollo en cada momento».

—El protagonismo en la propia educación. «Hoy sabemos que durante los primeros años lo que más importa para el buen desarrollo de un niño no es la cantidad de información que recibe, sino la atención afectiva» que se le presta. Sabemos que el buen intermediario entre la realidad y el niño es el que da sentido a los aprendizajes, «y una pantalla no puede asumir ese papel, porque no calibra la información para el niño. El niño recibe tal como es, sin filtro, lo que emite la pantalla. (…) Por lo tanto, la pantalla no contribuye al buen desarrollo de los niños pequeños. Más bien es lo contrario». En especial, ni el sentido de relevancia ni la capacidad de autocontrol «puedan desarrollarse o consolidarse delante de la pantalla. Antes de adentrarse en el mundo de Internet, el niño debe haber desarrollado previamente una serie de virtudes que le permitan gestionar de forma positiva su comportamiento: competencias sociales, sentido de intimidad, discreción, autocontrol, etc. El sentido de relevancia, por ejemplo, es algo que el niño desarrolla desde pequeño (…) en la vida real fuera de las pantallas, en sus relaciones interpersonales, a través de una educación que le ayuda a dar sentido a sus aprendizajes». Si queremos que los niños y los jóvenes asuman el protagonismo de su educación, al principio es necesario protegerlos de los efectos de la fascinación y del ritmo acelerado propios de los mal llamados «juegos educativos»: quien «lleva las riendas frente la pantalla no es el alumno, sino la aplicación “inteligente” de la tableta».

—Algunos deberes de los educadores. «Debemos recuperar ese sentido de competencia y autoestima que nos han robado los neuromitos, las estadísticas y los libros educativos de autoayuda que pretenden solucionarlo todo a base de pautas y de recetas «perfectas». Debemos recuperar esa sensibilidad que tenemos por ser padres. (…) Debemos ser innovadores, repensar cosas que no nos atrevemos a poner en cuestión, sacudir paradigmas intocables. Sin embargo, para estudiar el asunto con serenidad, sin prejuicios ni interferencias, se ha de apagar la música de fondo del trance tecnológico». Se ha hecho muchas veces la promesa de que la tecnología revolucionaría la educación. «Pero nunca ha cumplido con esa promesa. Y no lo hará. ¿Por qué? Porque la educación no es verdadera por ser revolucionaria, sino revolucionaria por ser verdadera. Y la educación es verdadera por contemplar una perfección de la que es capaz nuestra naturaleza. Esa perfección es la que da sentido a los aprendizajes del niño, del adolescente, a nuestra maravillosa e insustituible misión como padres, madres, maestros y maestras: transmitir la hermosura que hay en la verdad y en la bondad, atrapando y cautivando las miradas de los niños y de los jóvenes con el esplendor de la realidad».

Catherine L’Ecuyer. Educar en el asombro (2012), Barcelona: Plataforma, 2012; Educar en la realidad (2015), Barcelona: Plataforma, 2015.

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Luis Daniel González

Escribo sobre libros, y especialmente sobre libros infantiles y juveniles, en www.bienvenidosalafiesta.com.