‘El corazón de Midlothian’, de Walter Scott

Luis Daniel González
5 min readOct 23, 2021

Poco después de Rob Roy, Walter Scott publicó El corazón de Midlothian, la séptima de las llamadas novelas de Waverley, y la tercera de la serie Cuentos de mi posadero, por lo que va firmada por Jedediah Cleisbotham, aunque ya se sabía que su autor era Scott. Algunos especialistas la consideran su mejor novela, un juicio con fundamento en su calidad, pero que tal vez sea deudor del prejuicio habitual del mundo académico, tan reticente a dar su aprobación a novelas populares de tono aventurero y a elogiar aquellas que resultan más arduas a una mayoría de lectores. Es una novela que se podría calificar de más escocesa que otras de Scott, por su lenguaje dialectal, porque gira en torno a cuestiones legales controvertidas, y porque, como se indica al comienzo del capítulo XII, «es bien sabido que mucho de lo bueno y de lo malo que hay en el carácter nacional de los escoceses, surge de la intensidad de sus lazos familiares».

La historia comienza en Edimburgo el año 1736, cuando tienen lugar unos desórdenes callejeros: con motivo de las protestas por la ejecución injusta de dos contrabandistas, el capitán John Porteous mandó disparar contra la multitud y hubo varios muertos; poco después, Porteous fue linchado durante un asalto a la prisión de Edimburgo. El núcleo de la novela se centra en que cuando Effie Deans, una guapa joven que dio a luz ocultamente un hijo que falleció al nacer, es injustamente condenada por infanticidio, su hermana mayor Jeanie decide viajar a Londres, una buena parte del camino a pie, para entrevistarse con el duque de Argyle, el noble escocés más influyente ante la reina, para pedirle que interceda por su hermana.

Jeanie Deans ocupa el centro del argumento casi todo el tiempo: es la primera vez que una mujer es la heroína, se podría decir que casi en exclusiva, de una novela del autor. Es, además, una «heroína rústica», según la califica el narrador, de lo más improbable. Al principio, al describir la admiración que sentía por ella el señor de Dumbiedikes, un tipo acomodado de «verbo confuso», se plantea si la chica era merecedora de tanta atención, «y el historiador, con el debido respeto a la verdad, se ve obligado a contestar que sus atractivos personales no eran nada fuera de lo común. Era baja de estatura y algo fornida para su tamaño. Tenía los ojos grises, el cabello rubio y una cara redonda, simpática y tostada por el sol. Su único encanto especial era un aire de inefable serenidad, que se extendía por su semblante como reflejo de su conciencia tranquila, sus buenos sentimientos y el cumplimiento constante de todos sus deberes».

También es un mérito no pequeño del autor que centre la narración no tanto en si Jeanie alcanzará o no el éxito en sus gestiones como en su mundo interior: en sus dudas de conciencia y en la inocente rectitud con la que hace frente a sus problemas. Así, decide no decir una pequeña mentira por más que así podría salvar a su hermana de la condena y por más que su padre le insinúe que al ser ella mujer no está obligada a cumplir la ley tan estrictamente como él; respeta siempre la gran autoridad de su rigidísimo padre — un lugar común en las novelas de Scott — pero logra salirse con la suya sólo a base de pillería y sencillez; se pregunta si no podría haber hecho más de lo que hizo para frenar la insensatez de su hermana; decide afrontar las penalidades de un viaje incierto y, en su llaneza, sabe hablar con amabilidad pero con claridad a personas de una posición social muy superior.

Un ejemplo del talante de Jeanie lo tenemos cuando, en un paso difícil en el que no sabe qué hacer, el narrador indica que «se arrodilló y rezó con la más ferviente sinceridad para que Dios se dignase indicarle el camino que debía seguir en esa ardua y penosa situación. Era creencia de la época y de la secta a la que pertenecía, que, en momentos de crisis y dificultades, se podían recibir respuestas especiales a las oraciones y a las peticiones sinceras, que eran “insufladas en sus mentes”, como ellos decían, y se distinguían en muy poco en su carácter de la inspiración divina. Sin entrar en un punto abstruso de teología, hay una cosa cierta; a saber, que la persona que expone todas sus dudas y congojas en oración, con sentimiento y sinceridad, al hacerlo, necesariamente tiene que purificar su mente de la escoria de las pasiones y los intereses terrenales, y alcanzar aquel estado en que las decisiones que se tomen seguramente surgirán de un sentido del deber más que de cualquier otro motivo inferior. Jeanie se levantó de sus devociones con el corazón fortalecido para soportar las aflicciones y enardecido para enfrentarse con las dificultades».

David, el padre de Jeanie, un estrictísimo presbiteriano cameroniano, es también todo un personaje que consideraba una debilidad exponer públicamente sus emociones: sus hijas «conferían a sus muestras ocasionales de afecto y aprobación una elevada carga de interés y solemnidad» y «las consideraban, acertadamente, prueba de sentimientos que sólo se expresaban cuando eran demasiado intensos para dominarlos u ocultarlos». Es también un tipo que está siempre dispuesto en todo momento a «discutir sobre cualquier controversia teológica», lo que lo hace interesante para unos pocos lectores pero arduo para muchos otros.

Por medio de sus personajes, Scott no pierde ocasión de poner de manifiesto su posición moderada y sensata frente a cualquier fanatismo. Así, el secretario del juzgado dice que «el fanatismo se enciende con la más mínima chispa, como una cerilla de azufre (,,,). Yo he conocido a un ministro de la Iglesia que se llevaba perfectamente bien con todos los de su parroquia, y estaba tan tranquilo como un cohete atado a su palo, hasta que le nombrabas la palabra “juramento de abjuración” o “patronazgo”, o alguna por el estilo, y, entonces, ¡zas!, se disparaba y subía a cien millas por encima del sentido común, de los modales corrientes y del razonamiento normal».

Como es habitual en sus novelas, Scott hace reflexiones sobre su trabajo como narrador para explicar al lector algunas dificultades que ha de salvar. Así, al comienzo del capítulo XVI, indica que, como ha de conectar las ramas de su historia y hablar de otro personaje, quiere evitar tener que hacer lo que una tejedora, «coger los puntos sueltos», «labor en la que el autor suele esforzarse mucho, sin recibir el adecuado reconocimiento por su trabajo».

Como es habitual en el autor se pueden extraer, del narrador o de alguno de sus personajes, muchas frases felices, como por ejemplo estas:

—«cuando el corazón está predispuesto al mal, la ocasión no tarda en presentarse»;

—«cuando no están en juego sus propios prejuicios, [el público] se suele sentir desinteresado y benevolente»;

—«La Rochefoucault, que ha desvelado tantas viles gangrenas del corazón humano, dice que encontramos algo que no nos resulta del todo desagradable en el infortunio de nuestros mejores amigos»;

—«todo el mundo tiene conciencia, aunque a veces cueste encontrarla. Yo creo que tengo la mía tan arrumbada como la mayoría de la gente; y, sin embargo, es igual que la punta del codo: de vez en cuando se lleva un golpe con una esquina»;

—«mal puede hablar quien está en ayunas con quien está harto»;

—«el que quiera cenar sopa con el diablo necesita una cuchara de mango largo».

Walter Scott. El corazón de Midlothian (The Heart of Midlothian (1818). Madrid: Cátedra, 1988; 834 pp.; col. Letras universales; ed. de Román Álvarez; trad. de Fernando Toda; ISBN: 84–376–0787–6.

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Luis Daniel González

Escribo sobre libros, y especialmente sobre libros infantiles y juveniles, en www.bienvenidosalafiesta.com.