‘Eterna Mortalidad’, de Walter Scott
Novela que muchos consideran la mejor novela del autor: el telón de fondo histórico no dificulta seguir bien el hilo argumental, están muy bien perfilados los conflictos interiores del héroe, sus oponentes tienen un carácter poderoso y están tanto en su propio bando como en el bando contrario, hay grandes escenas de combates y varios momentos críticos en los que todo puede cambiar, no faltan las descripciones bienhumoradas e irónicas… Tiene una introducción, del editor de ficción Jedediah Cleisbotham, para presentar a Robert Paterson, un cantero al que todos llaman Eterna Mortalidad pues está dedicado desde hace años a regrabar con cincel las inscripciones de las tumbas de los mártires covenanters del siglo XVII: de él es de quien ha recogido muchas anécdotas de la historia que contará.
El tramo principal de la novela tiene lugar en 1679, cuando es rey Carlos II y sus fuerzas, los realistas, combaten a los rebeldes deseosos de restablecer el presbiterianismo en Escocia, los covenanters. Los últimos capítulos se desarrollarán en 1689, cuando las tornas han cambiado y quien gobierna es el hermano de Carlos II, Jacobo VII, convertido al catolicismo. Todo comienza con una competición de tiro con arco a un papagayo entre los principales protagonistas: Henry Morton, hijo de un conocido covenanter; Cuddie Headrigg, un chico de clase humilde que será más adelante criado de Morton; y «un apuesto jinete, ataviado con esmero y elegancia para la ocasión», el joven lord Evandale. La situación sirve también para presentar al lector a Edith Bellenden, a quien pretenden Morton y Evandale. Al regreso de la competición, en una posada, Henry conoce a John Balfour de Burley, a quien defiende cuando es acosado por unos soldados realistas, y que resulta ser un presbiteriano fanático de gran empuje. Los acontecimientos conducirán a Henry a unirse a las tropas de Burley para combatir a los realistas. Se sucederán los enfrentamientos entre los dos bandos hasta que, finalmente, Henry tendrá que huir al continente junto con Cuddie.
El talante ponderado del autor asoma en esta descripción del héroe: «Henry Morton era uno de esos hombres dotados de inteligencia que desconocen el alcance de su propio talento. Había heredado de su padre un intrépido valor, una gran destreza en el manejo de las armas y un firme y exaltado odio a la tiranía, tanto política como religiosa. Mas su entusiasmo carecía del fanatismo y de la rigidez del espíritu puritano. El joven había podido librarse de ello no sólo gracias a su buen juicio, sino también a sus largas y frecuentes visitas a la casa del mayor Bellenden, donde había tenido la oportunidad de conocer a numerosos invitados, cuyas conversaciones le habían enseñado que la bondad y el valor no eran privativos de quienes observaban una determinada religión. (…) No había congeniado con aquellos que eran objeto de persecución, y le repugnaba igualmente la intolerancia y el egoísmo de su espíritu de partido, su oscuro fanatismo, su execrable condena de los estudios refinados o de las diversiones inocentes y el rencor envenenado de su odio político. Pero, sin duda, aún aborrecía más la conducta tiránica y cruel del gobierno, el desorden, el libertinaje y la brutalidad de la soldadesca, las ejecuciones en el patíbulo, las matanzas en campo abierto, las exacciones y el alojamiento libre impuestos por la ley militar, que situaba las vidas y propiedades de unos ciudadanos libres al nivel de las de un esclavo asiático».
Frente a Henry Morton están, en su propio bando, sobre todo el citado Burley. Con él tiene Henry muchas conversaciones para repetirle que no puede proclamarse a sí mismo ejecutor de la venganza divina y que sus acciones criminales no están justificadas de ningún modo, y para decirle que si está dispuesto a sumarse «a una lucha que respete las reglas de las naciones civilizadas», bajo ningún concepto suscribe los actos de violencia que la originaron. Al narrador le interesa, en todo caso, dejar clara la buena fe y el valor de mucha gente sencilla, igual que los comprensibles motivos que les condujeron a la rebelión: «A pesar de cuanto pueda pensarse de la extravagancia y del fanatismo de muchos de sus principios, resulta imposible negar la lealtad y el coraje de unos centenares de campesinos que, desprovistos de caudillos, de dinero y de pólvora, sin haber trazado el menor plan de ataque, y prácticamente sin armas, empujados tan sólo por el fervor religioso y el odio a la opresión de sus gobernantes, osaron declarar una guerra abierta al poder establecido, apoyado por un poderoso ejército y la fuerza de tres reinos».
Entre los realistas, en el bando contrario a Morton, las figuras claves serán el coronel Grahame de Claverhouse y su lugarteniente Lord Evandale. La descripción que se nos hace del primero cuando entra en escena es esta: «Bajo aquel amable exterior, se ocultaba un espíritu cuya osadía y anhelo de poder no conocían límite, si bien su cautela y su prudencia resultaban dignas del mismísimo Maquiavelo. Inmerso en el mundo de la política, e imbuido de ese menosprecio por los derechos individuales que sus intrigas suelen generar, era un hombre frío y sereno ante el peligro, apasionado y cruel persiguiendo el éxito, indiferente a su propia muerte e implacable a la hora de infligírsela a los demás. Y ésos son los caracteres que se forman en tiempos de discordias civiles, cuando las cualidades más elevadas, pervertidas por el espíritu de partido e inflamadas por la continua oposición, se combinan demasiado a menudo con los vicios y los excesos que les privan de todo su mérito y brillo».
Como es habitual en las novelas de Scott hay unos cuantos personajes cómicos, como Cuddie, su fanática madre, y su locuaz novia Jenny Dennison, que también es la doncella de Edith Bellenden. Además, hay personajes asombrosos como Habakkuk Meiklewrath, un loco a quien los realistas habían tenido encarcelado durante mucho tiempo y cuyo aspecto era el de «un sacerdote caníbal o un druida resucitado», que lanza unas prédicas incendiarias trufadas de toda clase de citas bíblicas: «no es hora de hablar de paz cuando la tierra tiembla, las montañas se agrietan, los ríos se convierten en sangre y la espada de dos filos se ha desenvainado para beber la sangre como si fuera agua y devorar la carne, al igual que el fuego consume los rastrojos secos».
Los seguidores del autor encontrarán también sus características descripciones entusiastas de comidas, como se puede ver al comienza del capítulo XII de la primera parte: «El desayuno de lady Margaret Bellenden tenía tantas similitudes con un dejeuné de nuestros días como la enorme sala de piedra de Tillietudlem con un comedor moderno. No había té, ni café, ni panecillos o bollos variados, sino manjares consistentes y sustanciosos: el sagrado jamón, el ilustre solomillo, la noble carne de vaca, el principesco pastel de venado. Las jarras de plata, salvadas con dificultad de las garras de los covenanters que ahora se ocultaban, contenían cerveza, aguamiel o excelentes vinos de distintos géneros y cualidades. El apetito de los invitados estaba a tono con la magnificencia y la solidez de los preparativos; no se trataba de un entretenimiento ni de un juego de niños, sino del masticar firme y constante de unas mandíbulas que parecían hacer mejor su trabajo a primera hora de la mañana, y cuando una ocasión especial así lo requería».
Walter Scott. Eterna Mortalidad (The Tale of Old Mortality, 1816). Barcelona: Alba, 2001; 500 pp.; col. Alba Clásica Maior; trad. de Marta Salís; ISBN: 978–8484280910.