‘Ivanhoe’, de Walter Scott

Luis Daniel González
8 min readJan 22, 2022

Después de los comentarios a El corazón de Midlothian y a Rob Roy, pongo ahora el de una novela con dos novedades respecto a las previas del autor: eligió un tema puramente inglés y lo ambientó en la Edad Media. Su planteamiento aventurero le atrajo un éxito espectacular, lo que provocó su inmediata traducción a muchos otros idiomas y significó el auge internacional de la novela histórica y la consagración de Scott como un autor de fama mundial. Con el paso del tiempo sigue siendo una de sus novelas más populares a pesar de que tiene menor equilibrio y mayores fallos de composición que otras.

1194. El rey de Inglaterra, Ricardo, no ha regresado de la tercera Cruzada y quien gobierna es su hermano Juan. Hay fuertes tensiones entre los ingleses de origen normando, los que gobiernan, y los de origen anglosajón, que se consideran menospreciados y con derechos anteriores a los «recién llegados». El comienzo de la novela es uno de sus puntos fuertes: después de la presentación de un peregrino sin nombre, que conoce y se hace amigo del rico judío Isaac de York, tiene lugar un gran torneo en el que aparecen y vencen tres héroes inesperados: el joven peregrino, que luego resultará ser Wilfred de Ivanhoe, hijo desheredado del noble anglosajón sir Cedric; un misterioso caballero negro enmascarado que interviene para favorecer a Ivanhoe en un momento crítico; un arquero infalible llamado Locksley, que luego sabremos que es el mismo Robin Hood. En el torneo, y luego en la historia, los tres han de hacer frente a enemigos poderosos, cada uno con sus propios objetivos: el mezquino templario Brian de Bois-Guilbert, el jefe mercenario Maurice De Bracy, y el brutal vecino de sir Cedric, el barón Reginald Front-de-Boeuf. Los choques que dan el armazón a la novela son: la relación amorosa entre Ivanhoe y lady Rowena, una descendiente de Alfredo el Grande que también es heredera e hija adoptiva de sir Cedric, que pretende casarla con su vecino Athelstane, descendiente de san Eduardo el Confesor, para restaurar la dinastía sajona; las maniobras de De Bracy para raptar a lady Rowena, y forzarla a casarse con él, y las del templario de hacer lo propio con Rebeca, la hija de Isaac de York, que a su vez está enamorada de Ivanhoe; la ambición de Front-de-Boeuf de quedarse con las posesiones de sir Cedric. Cuando Bois-Guilbert y Front-de-Boeuf apoyan un plan de De Bracy para secuestrar a Rowena, capturan a la vez a Cedric, Athelstane, Isaac, Rebeca y al malherido Ivanhoe, y todos terminan encarcelados en Tolquilstone, el castillo de Front-de-Boeuf.

Fallos de la novela son que Ivanhoe es un personaje principal poco lucido, pues pasa media novela herido y no está presente cuando suceden muchas cosas; que tampoco es un personaje logrado su enamorada Lady Rowena, una heroína un tanto insulsa por más que alguna de sus intervenciones sea memorable; que resultan excesivas la perfección de los otros dos héroes; que Athelstane termine casi resucitando al final de la historia; que los juicios sobre la Orden del Temple sean tan negativos y que todos los templarios que aparecen sean unos canallas — se nos dice que abundaban entre ellos «disolutos hombres sin principios» mientras que sus jefes sabían «echar sobre sus vicios y su ambición el velo de la hipocresía» — .

A cambio, quedan en la memoria personajes como Rebeca de York, secundarios como el loco Wamba y el porquero Gurth (imitación de Eumeo, porquerizo de Ulises en la Odisea), del que nos indica el narrador que «la intensidad del fuego de sus ojos enrojecidos» anunciaba, «bajo la aparente capa de triste abandono, una conciencia despierta bajo la opresión a que estaba sometido y una voluntad de resistencia». Y, especialmente, resulta de lo más viva la pintura de los malvados: del prior Aymer, «cuyas facciones podrían ser calificadas como bondadosas si no fuera porque, bajo sus párpados, se ocultaba astutamente el centelleo hedonista de sus ojos»; o del templario Brian de Bois-Guilbert, un guerrero audaz y un «voluptuoso sin principios»; o del mercenario De Bracy, un tipo al que, «en medio de su vileza» nunca le abandonaba del todo una cierta idea del honor caballeresco.

La novela tiene grandes momentos de tensión como el mencionado torneo del comienzo y el asalto al castillo de Torquilstone por parte de los hombres de Robin Hood y el Caballero Negro. Dos escenas vibrantes de los combates del torneo son estas:

«En cuanto las trompetas dieron la señal, los campeones salieron de su puesto a la velocidad del rayo y se encontraron en mitad del terreno con un estruendo de tempestad. Las lanzas se hicieron trizas con el golpe y hubo un momento en que pareció que ambos caballeros habían caído, ya que en el encuentro los dos caballos doblaron los cuartos traseros. Gracias a la destreza de los jinetes se hicieron de nuevo con los caballos, utilizando las espuelas y las bridas; se miraron por unos instantes con ojos que parecían echar chispas a través de las viseras y, dando la vuelta a los encabritados caballos, volvieron a sus puestos, donde los escuderos les ofrecieron una lanza de repuesto».

«La maestría del Desheredado y la movilidad del caballo que montaba le ayudaron a mantener a sus tres adversarios a punta de espada durante algunos minutos, revolviéndose y girando como el halcón en plena caza, manteniendo a sus enemigos a tanta distancia como pudo y cargando, ahora contra uno de ellos, luego contra el otro, repartiendo tajos con su espada sin entretenerse en parar los que a él dirigían sus antagonistas. Pero aunque la concurrencia premiaba su habilidad con sonoros aplausos, resultaba evidente que la fuerza del enemigo era desproporcionada para sus fuerzas».

También resultan extraordinarias, aunque por momentos puedan sonar excesivas o ampulosas, las tensas conversaciones entre lady Rowena y De Bracy y entre Rebeca y De Bois-Gilbert.

A las pretensiones de De Bracy de casarse con ella, después de haberla secuestrado, le replica Rowena: «La cortesía en el lenguaje, cuando es usada para enmascarar hechos ruines no es nada más que un cinturón de caballero sobre el pecho de un vil payaso. (…) Más honorable hubiera sido conservar el vestido y el lenguaje de un salteador de caminos que no disimular las propias hazañas bajo capa de lenguaje gentil y buenos modales».

A las invocaciones a la Cruz del templario le responde Rebeca: «Creo aquello que me han enseñado mis padres, ¡y que Dios me absuelva si son erróneas mis creencias! Pero, caballero, ¿qué creencias serán las tuyas cuando apelas sin escrúpulo a aquello que tienes por más sagrado en el mismo instante en que estás a punto de transgredir el más solemne de tus votos de caballero y de religioso? (…) Si lees las Escrituras — dijo la judía — y las vidas de los santos con el único fin de justificar tu propia conducta licenciosa, tu crimen es comparable al de aquél que extrae veneno de las hierbas más curativas y necesarias». «No envidio tus honores ganados con sangre, no envidio tu ascendencia de los paganos del norte, no envidio tu fe, pues siempre está en tu boca, pero nunca en tu corazón ni en tus actos».

No faltan tampoco jugosas descripciones como las que acostumbra Scott.

Por ejemplo, de un banquete que da sir Cedric al comienzo del relato: «Carne de cerdo adobada en diferentes estilos así como volatinería, gamo, cabra, liebres, junto con varias clases de pescado, aparecían sobre la mesa inferior. A todo esto se añadían gruesas rebanadas de pan y pasteles de fruta y miel. Las piezas más pequeñas de aves salvajes, abundantes, no se servían en platos, sino que eran presentadas en tablas o bien ensartadas, para ser directamente ofrecidas por los pajes y criados que las transportaban a cada huésped sucesivamente, el cual se servía la ración que le venía en gana. Ante cada persona con suficiente categoría, se alineaba una copa de plata».

O una discusión, cuando el príncipe Juan recibe a los nobles sajones, acerca de la superioridad de una moda sajona que los normandos ridiculizaban: «Sin embargo, para un ojo libre de apasionamientos, la corta y ceñida túnica y la larga capa de los sajones eran vestidos más bellos y adecuados que el atavío de los normandos, cuya desgarbada y suelta camisa parecía la de un carretero, cubiertas sus espaldas por una capa diminuta que no defendía ni del frío ni de la lluvia, y cuyo único objeto era servir de sostén a cuanta pedrería y pieles preciosas se les antojara endilgar cualquier sastre de gusto dudoso. El emperador Carlomagno, durante cuyo reinado se pusieron de moda tales vestiduras, parece ser que abrigaba serias dudas acerca de la utilidad de tal atavío. «En nombre del cielo — solía decir — , ¿cuál puede ser la utilidad de tan breves capas? En la cama no sirven de abrigo, a caballo no protegen ni del viento ni de la lluvia y cuando estamos sentados no guardan nuestras piernas de la humedad ni del frío». De todos modos, a pesar de esta imperial imprecación, las capas estuvieron de moda hasta los tiempos que tratamos, y muy especialmente entre los príncipes de la casa de Anjou. Por lo tanto, hacían furor entre los cortesanos del príncipe Juan, y la burla que causaban las largas capas de los sajones crecía en proporción directa».

Por otro lado, la novela presenta de modo ambivalente a los judíos: es un tanto ridícula la figura de Isaac de York pero es extraordinariamente digna la de Rebeca; se hacen consideraciones que intentan repartir equilibradamente la culpa de los excesos pues se indica que «la obstinación y avaricia de los judíos se enfrentaba con el fanatismo y tiranía de los gobernantes». En otro momento, al describir la fisonomía de Isaac de York, se dice que «su alta y despejada frente, así como sus cabellos largos y grises y su barba, le hubieran permitido ser considerado como hermoso de no constituir los atributos fisonómicos peculiares de una raza, la cual, en aquel oscuro período, era tan detestada por el creyente pueblo bajo como perseguida por la clase noble, ávida y rapaz. Quizá debido al odio y a las persecuciones, esta raza había adoptado un carácter nacional en el cual abundaban, y nos quedamos cortos, la astucia y la desconfianza. Porque tanto los normandos como los sajones, daneses y británicos, aunque enemigos entre sí, competían para demostrar cuál de ellos detestaba más profundamente a la raza judía».

Algunas excelentes frases en la historia son estas:

— Rebeca: «¡Dios es el único que dispone todas las cosas! (…). Para cumplir sus designios, el caracol es un mensajero tan veloz como el halcón».

— Rebeca: «Bois-Guilbert, no conoces el corazón de la mujer o solamente has tratado con aquéllas que han perdido sus mejores sentimientos. Te digo, orgulloso templario, que ni en las batallas más enconadas has desplegado tanto valor del que presumes, como el que han sabido mostrar las mujeres cuando han sufrido por afecto o por deber».

— El narrador: «En el corazón de león de este rey se realizaba y revivía en gran medida el ideal brillante, pero inútil, de un rey novelesco. La gloria personal que alcanzó con sus propias hazañas era más estimada por él que los beneficios que la prudencia y una buena política hubieran podido llevar a su reino».

— Hubert, rival de Locksley en el tiro con arco, y del mismo Locksley: «Uno hace lo que puede y no hay hombre que pueda hacer más».

— El narrador: «Mientras sus modales eran sometidos a una impecable observación, los dos desavisados sajones transgredieron inadvertidamente algunas de las arbitrarias reglas establecidas para regular la sociedad. Hay que reconocer que cualquier hombre puede transgredir con impunidad cualquier regla moral o de buenas costumbres, pero no debe mostrar su ignorancia respecto al más mínimo gesto que impone el protocolo de moda».

Walter Scott. Ivanhoe (1820). Madrid: Anaya, 2000, 4ª impr.; 511 pp.; col. Tus libros; ilust. de Edouard Frère y Théodore Lix; presentación de Juan Tébar; trad., apéndice y notas de María del Mar Hernández; ISBN: 84–207–3600–7. Otras ediciones están en Madrid: Anaya, 2016; Madrid: Unidad Editorial, 1999; y en Barcelona: Juventud, 2006.

Quien desee información sobre los templarios la tiene en Regine Pernoud, Los templarios (Les Templiers, 1974), largo prólogo a «Elogio de la nueva milicia templaria» (De laude novae militiae ad Milites Templi) de Bernardo de Claraval, en Madrid: Siruela, 1994.

--

--

Luis Daniel González

Escribo sobre libros, y especialmente sobre libros infantiles y juveniles, en www.bienvenidosalafiesta.com.