Libertad, verdad, poder
En días como los que estamos viviendo vienen bien recordar algunas ideas sobre la definición de la libertad, su necesaria relación con la verdad, y las amenazas que pueden venir de quienes tienen el poder.
Decía Joseph Ratzinger hace años que si libertad «significa que el propio deseo es la única norma de nuestras acciones, que nuestra voluntad puede desearlo todo y que puede poner en práctica todo lo que le apetezca», surgen varias preguntas: «¿Hasta qué punto es realmente libre la voluntad?, ¿y hasta qué punto es razonable?; y una voluntad no razonable, ¿es realmente libertad?, ¿es realmente un bien? Por consiguiente, la definición de la libertad que habla del poder querer y del poder hacer lo que se quiere, ¿no habrá que completarla ligándola con la razón, con la totalidad del hombre, para que no se convierta en la tiranía de la sinrazón? ¿Y no pertenecerá también al concierto entre la razón y la voluntad el buscar luego la razón común de todos los hombres y de esta manera la compatibilidad mutua de las libertades? Es evidente que en la cuestión acerca de la racionalidad de la voluntad y de su vinculación con la razón se plantea ya conjuntamente, de manera tácita, la cuestión acerca de la verdad».
Por tanto, no se puede aislar «el concepto de la libertad, falsificándolo: la libertad es un bien, pero lo es únicamente en asociación con otros bienes con los cuales constituye un conjunto indisoluble». Tampoco se puede restringir, «reduciéndolo al derecho individual a la libertad». Pues, continuaba el autor, «la libertad está ligada a una medida, que es la medida de la realidad; está ligada a la verdad. La libertad para la destrucción de sí mismo o para la destrucción del otro no es libertad, sino su parodia diabólica. La libertad del hombre es libertad compartida, libertad en la coexistencia de libertades que se limitan mutuamente y que se sustentan así mutuamente: la libertad tiene que medirse por lo que yo soy, por lo que nosotros somos; en caso contrario se suprime a sí misma».
Estas consideraciones también nos recuerdan, tal como decía Alexis de Tocqueville, que «los verdaderos amigos de la libertad y la grandeza humana deben, sin descanso, estar dispuestos a impedir que el poder social sacrifique ni en lo más mínimo los derechos de algunos particulares por favorecer la ejecución general de sus designios. No hay en estos tiempos un ciudadano que sea tan oscuro que no resulte muy peligroso dejar que lo opriman, ni hay derechos individuales tan poco importantes que se puedan abandonar impunemente al arbitrio de otros. La razón de esto es simple: cuando violamos el derecho particular de un individuo en una época en la que el espíritu humano está imbuido de la importancia y de la santidad de los derechos de este tipo, no se le causa un mal sino a quien se desvalija; pero violar un derecho como este en nuestros días supone corromper profundamente las costumbres nacionales y poner en peligro la sociedad al completo, porque la idea misma de esta clase de derechos tiende continuamente a alterarse y perderse entre nosotros».
En relación a este peligro recomiendo la lectura de un artículo reciente titulado Falsos amigos del bien común.
Joseph Ratzinger. Fe, verdad y tolerancia. El cristianismo y las religiones del mundo (Glaube, Warheit, Toleranz. Das Christentumund die Weltreligionen, 2003). Salamanca: Sígueme, 2006, 6ª ed.
Alexis de Tocqueville. La democracia en América: La influencia de las ideas y sentimientos democráticos (selección de textos). Madrid: Rialp, 2019, edición para Kindle, ASIN: B07QCPQ7N3.