Libros sobre Cervantes
El primero es su biografía más reconocida: la que firmó hace años, y que actualizó para la edición de 2015, Jean Canavaggio.
En ella, contra el telón de fondo social e histórico, el autor narra bien lo que se sabe de Cervantes en siete capítulos: el primero, 1547–1569, sobre sus años de formación que terminaron con una misteriosa huida a Italia; el segundo, 1569–1580, sobre su intervención en Lepanto y la cautividad en Argel; el tercero, 1580–1587, sobre sus primeras obras, su matrimonio y otros avatares de su vida familiar; el cuarto, 1587–1601, sobre su estancia en Andalucía y sus trabajos como comisario real de abastos y recaudador de impuestos; el quinto, 1601–1606, en el que sobre todo se habla de la escritura y publicación de la primera parte de el Quijote; el sexto, 1607–1614, la época en la que publica las Novelas ejemplares, su obra más popular; y el séptimo, 1614–1616, sobre la segunda parte del Quijote, el Persiles, y su fallecimiento.
El autor afronta con cautela las muchas cuestiones en discusión sobre la vida de Cervantes y hace notar que hay legiones de exégetas que se ocupan de cada una. Suele comenzar muchos párrafos con interrogaciones — por ejemplo, «¿quiso Cervantes convertirse en defensor de los valores establecidos? ¿O, por el contrario, estuvo en desacuerdo con el tono de su época?» — para normalmente concluir que no podemos contestar a esas y muchas otras preguntas con certeza. Por ejemplo también, comenta que se han dado distintas interpretaciones del gran fervor religioso de sus últimos años, e indica que algunos opinan que fue una forma de protegerse frente a los guardianes de la ortodoxia de entonces, y otros que fue una concesión a las piadosas mujeres que le rodeaban…, aunque con sensatez concluye lo que parece más evidente, pues a fin de cuentas eso es lo que dicen los textos, y es que «también pudo ser la decisión meditada de un hombre que, en el crepúsculo de su vida, trataba de unir con lazos más estrechos la fe y las obras».
Una de las descripciones que hace de Cervantes, que a mí me gusta, es la de que fue «un espíritu abierto, enemigo de prejuicios, aunque respetuoso con el dogma y el culto: un humanista, en el sentido amplio del término, formado muy lejos del polvo de las bibliotecas, en la escuela de la vida y de la adversidad». Y una de las importantes preguntas que se hace, al hablar de la extraordinaria novedad que supuso el Quijote, es la de si Cervantes sospechó «la amplitud de la revolución literaria que puso en marcha cuando, en su prólogo, declaraba no querer irse “con la corriente al uso”?». Prudentemente, y seguramente con acierto, se responde diciendo que, en aquel momento, «ni él ni sus lectores captaron sin duda su alcance exacto».
Los siguientes son tres volúmenes que componen otra biografía, que tiene un enfoque diferente y que firma José Manuel Lucía Megías: La juventud de Cervantes. Una vida en construcción, (1547–1580), La madurez de Cervantes. Una vida en la Corte (1580–1604), La plenitud de Cervantes. Una vida de papel (1604–1616).
Son libros bien escritos — aunque no falten repeticiones debidas a la estructura del libro, que avanza puntos que luego se detallan más — , con numerosas fotografías e imágenes — de lugares, ambientes, documentos, cuadros, etc. — , y una particular atención a contextualizar lo que sabemos, pues la documentación cervantina es escasa y en su mayoría tiene que ver con cuestiones administrativas y contables de su trabajo como recaudador.
Entre otras cosas, se habla en ellos de la organización de la Corte, de la forma de recaudar víveres para las galeras, del modo de gestionar un corral de comedias, de cómo funcionaban las imprentas y los negocios editoriales, de las leyes que regulaban las relaciones entre los autores y sus obras, etc. Se precisa lo que se sabe de su vida familiar, de sus hermanas, de su matrimonio, de su hija natural Isabel y de los pleitos que acabó teniendo con ella, etc. Al hilo de la narración el autor va dando cuenta de cuál es la historia y la conservación, o no conservación, de las casas donde vivió y de algunos lugares que recorrió Cervantes; y en el primero de los libros, a modo de apéndice, se cuentan los pormenores de la búsqueda de los restos mortales de Cervantes en el convento de las Trinitarias de Madrid en los años 2014 y 2015.
Al final del último volumen, el autor indica que su intención ha sido «“rescatar al Cervantes hombre” y situarlo en la época fascinante que le tocó vivir, como son los Siglos de Oro»: un Cervantes que tuvo que reinventarse en cada época de su vida siguiendo las posibilidades y oportunidades que se le presentaron; que vivió en momentos de cambios de paradigma —por ejemplo, en las relaciones entre el escritor y los beneficios de su obra, o en la definición de géneros y modelos narrativos, poéticos o dramáticos — ; que no fue un revolucionario pero que revolucionó la literatura con la segunda parte del Quijote, una obra que no fue ni mucho menos el centro de su vida, ni de su vida real ni de su vida como escritor.
En esta dirección el autor hace notar una y otra vez que hay retratos falsos de Cervantes que se han ido componiendo y «adaptando a los gustos de cada época, a los deseos y sueños que cada sociedad pone en el cuenco de sus héroes, de sus mitos». En el primer volumen escribe, y en los siguientes abunda en la idea, de que los salones de Bellas Artes durante el siglo XIX son «un buen ejemplo de cómo se ha ido escribiendo (y dibujando) la biografía de Cervantes intentando antes construir un mito que rescatar a un hombre»; y el autor da numerosos ejemplos «de cómo noticias y detalles de sus obras que se han considerado autobiográficas se han convertido en fuente documental para completar aspectos y momentos de su vida de los que, poco o nada, sabemos».
En el segundo volumen se habla de cómo Cervantes publicó sus libros cuando la imprenta era «el medio habitual para la difusión de la información y del conocimiento, fuente de beneficio económico del escritor por su trabajo; pero lo hizo cuando la industria editorial hispánica estaba sufriendo una gran crisis»; que fue escritor cuando «los corrales de comedias y las compañías teatrales fueron creando un nuevo espacio de negocio literario y de difusión (y control) ideológico; un periodo de construcción que otros, como Lope de Vega, terminarían por consolidar y controlar»; y que lo fue también cuando se estaba « configurando la profesionalización de la figura del autor, la posibilidad del poeta de ganarse la vida a partir del ejercicio de las letras, al margen de las reglas del clientelismo o del mecenazgo».
En cuanto a la biografía literaria de Cervantes se distingue la primera época, «en que la literatura es un instrumento en sus manos para mejorar sus condiciones de vida (ya sea en sus pretensiones de merced o en las económicas diarias), donde hemos de situar tanto sus obras juveniles como las que escribe y difunde en los años ochenta y noventa del siglo XVI (en especial, La Galatea y sus comedias); y una segunda época, a partir de 1613, (…) en la que desarrolla Cervantes un proyecto literario ambicioso, que lo alza por encima de las costumbres y modos de actuar de los escritores de su época, todos ellos mucho más supeditados al día a día de los compromisos».
En ese proyecto, Cervantes se reivindica como novelista ingenioso con las Novelas ejemplares (1613), una obra que tendría ocho reediciones entre 1613 y 1622; como poeta narrativo en su autobiográfico Viaje del Parnaso (1614); como poeta dramático en Ocho comedias y ocho entremeses (1615); y como novelista culto en el póstumo Persiles y Sigismunda, que tuvo cinco reediciones en 1617 en cinco ciudades diferentes pero que luego tuvo poca aceptación. Son obras en las que abundan las indicaciones, en las dedicatorias y en los preliminares, que ponen de manifiesto el interés de Cervantes por reivindicar la figura del escritor libre, «orgulloso de su trabajo y de su arte» y «al margen del juicio del vulgo o de los gustos indecisos de los mecenas».
Además, están las «dos obras que nacen de impulsos marginales a Cervantes: la Primera parte del Quijote (1605), un encargo editorial del librero Francisco de Robles; y la Segunda parte del Quijote (1615), una respuesta», y también un desafío, a la publicación de otra segunda parte apócrifa, publicada en 1614 y firmada por el misterioso Alonso Fernández de Avellaneda, se supone que alguien cercano a Lope de Vega. Así como de la primera parte se publicaron entonces varias ediciones, no así de la segunda, que hoy consideramos genial pero que no se difundió mucho en su tiempo: hubo que esperar a que los novelistas ingleses del XVIII entendieran la originalidad y mérito del Quijote para que todo el mundo, también España, reconociera todo su valor.
El biógrafo acentúa cómo el trabajo de Cervantes en sus últimos años y, más todavía, el éxito posterior del Quijote, oscureció sus obras previas. Sabemos que Cervantes escribió continuamente, aunque no siempre con el mismo impulso ni con igual finalidad, pero conocemos poco de una gran parte de su producción literaria: escribió muchas más obras teatrales y poéticas de las que nos han llegado. Por otro lado, aunque unos versos concretos al comienzo de Viaje al Parnaso — «me desvelo / por parecer que tengo de poeta / la gracia que no quiso darme el cielo» — han sido la base para considerarlo un novelista grandioso pero un poeta mediocre, lo cierto es que fue «un poeta innovador, experimental», que buscó «los límites de las formas métricas de su tiempo, como también lo hizo en los géneros narrativos».
Un cuarto libro, también de José Manuel Lucía Megías, que yo leí antes que los previos y que me sirvió para entender la recepción que tuvo el Quijote, es Leer el Quijote en imágenes. Hacia una teoría de los modelos iconográficos.
Es una obra clara y documentada, con multitud de ilustraciones, acerca de cómo se prepararon y difundieron las primeras ediciones ilustradas del Quijote en distintos países europeos y acerca de la influencia que tuvo en importantes escritores ingleses, que tomaron a Cervantes como modelo a seguir. En ella se pone de manifiesto cómo las distintas formas en que se leyó e interpretó la obra de Cervantes, durante los primeros siglos de su difusión, dependieron de las ilustraciones que acompañaron las distintas ediciones.
El autor explica, primero, cómo las ilustraciones de un relato sirven para destacar, complementar e interpretar determinados momentos de la narración. Es decir: no son un adorno más, puesto que reproducen la realidad de quien lee, más incluso que la realidad de aquello que está escrito, y por tanto crean un modo de comprender visualmente lo que se lee. Por tanto, cuando se prepara un «programa iconográfico» de una obra, un conjunto de ilustraciones, se desean destacar unos aspectos y no otros; luego, ya en los grabados o las ilustraciones concretas de algunos momentos narrativos, vemos la lectura personal que el ilustrador hace del texto en el que se apoya; y, en tercer lugar, el lenguaje iconográfico utilizado está compuesto por imágenes que son como espejos acomodados a los receptores coetáneos.
Con esas bases, el autor explica que el primer programa iconográfico que se hizo del Quijote, el holandés de 1657, proponía una lectura humorística de la novela, a la que veía como un libro popular y de caballerías de entretenimiento; y que de una edición holandesa de los años 1672–1673 tomaron pie los planes iconográficos y las ediciones posteriores de Francia, Gran Bretaña y España. El francés hacía una lectura cortesana del Quijote, que no se presentaba como una obra cómica sin más, sino como una sátira contra la antigua caballería feudal. El modelo iconográfico inglés, sin embargo, se fijó más bien en lo que el Quijote tiene de sátira moral contra malas costumbres sociales como eran la lectura desaforada de novelas. Luego, a partir del modelo iconográfico inglés de 1738, se formuló el español, con la intención de rescatar al Quijote de malas lecturas del pasado y ofrecer una buena edición para los lectores españoles cultos que pusiera el acento en su condición de fábula burlesca y de sátira de tipo ético.
Y un quinto libro, que me ayudó a comprender mejor la excepcionalidad del Quijote, en particular de su segunda parte, más allá de las innovaciones que siempre se comentan — la de situar al lector al mismo nivel de un protagonista que oye hablar de sus aventuras como si fueran de otro, la de romper los límites espaciales y temporales entre realidad y ficción, etc. — , es Mímesis conflictiva: Ficción literaria y violencia en Cervantes y Calderón, de Cesáreo Bandera.
En él se comenta cómo Cervantes, al ir escribiendo el Quijote, parece ir dándose cada vez más cuenta de lo que estaba haciendo y de a dónde le llevaban sus descubrimientos, literarios y vitales. Al escribir la primera parte Cervantes rompe los moldes literarios pero sigue siendo su prisionero: «consigue descubrir la ficción de sus personajes pero no la suya propia. El momento de la gran ironía no había llegado aún. Cuando llegue, Cervantes habrá creado su gran obra: la más monumental desmitificación de lo literario, del objeto de la curiosidad, que haya producido la narrativa de Occidente».
Por un lado, es como si Cervantes descubriera «que combatir la ficción es “dar coces contra el aguijón”, como dirá ese castellano desconocido que aparece en las calles de Barcelona y en quien podemos ver un autorretrato cervantino». De modo que, al burlarse de la ficción trasladándola a la realidad, Cervantes parece comprender «que a través de esa burla es la realidad misma la que se ficcionaliza», que su propia novela le está tendiendo una trampa, pues ella misma «perpetúa y esparce la ficción que él pretendía destruir». Por otro, «Cervantes descubre la realidad a través del proceso que la ficcionaliza, que la desvirtúa o desfigura», pues descubre «la ficción de la ficción», es decir, «el modo insidioso e insospechado en que la ficción puede convertirse en realidad, o, lo que es lo mismo, la realidad en ficción».
En la primera parte del Quijote vemos cómo, al introducir la ficción en la realidad, se contamina la realidad y se introduce en ella la discordia. «En el fondo, siempre se trata de lo mismo, de una fascinación que “desrealiza” [hace menos real] la realidad, de una especie de magia diabólica creadora de fantasmas imposibles, de un deseo que necesita convertir la vida en literatura y que inevitablemente destruye su propio objeto». Esa fascinación es el deseo mimético que «puede convertir a cualquiera en un maravilloso Amadís, que a partir de ese momento se convertirá en el árbitro absoluto de lo que es y de lo que no es, de lo que tiene sustancia y de lo que carece de ella».
En la segunda, al introducir la realidad en la ficción, se contamina más la ficción pues en todos los momentos en los que se interrumpe la narración, y se introduce otra perspectiva distinta a la del narrador, se disuelve la objetividad de lo narrado. Tal como se apunta en la citada biografía de Canavaggio, en esa segunda parte, al reivindicar al «verdadero» don Quijote frente a quienes han usurpado su identidad, o al intentar darle a la verdad la revancha sobre la mentira, se produce una situación de vértigo «que nos hace preguntarnos, como ha observado Borges, si no somos nosotros también seres de ficción».
Por tanto, si en la primera parte veíamos que hay un tipo de literatura que puede facilitar y desarrollar un enfermizo deseo mimético, en la segunda vemos que el origen de tal enfermedad es más profundo: no es la literatura la que crea ese deseo sino que es ese deseo el que crea la literatura. El mundo de la mediación es el de la fascinación, pero no sólo en el sentido de que don Quijote acabe fascinado por los deseos que le inculcan sus lecturas, sino en el de que cuanto más dentro de la ficción estamos — no como don Quijote ya, sino como autores o lectores que participan del juego literario que se propone — más dentro de la mediación nos encontramos, y «la mediación no solo amortigua la fuerza del deseo, sino que, por el contrario, la espolea, la inflama al cubrir el objeto deseado con el aura de la divinidad».
Es decir, Cervantes nos acaba haciendo notar que la tragedia está no solo en una ficcionalización de la realidad como la que sufre don Quijote, sino también en una literaturización de la vida que provoca una trascendencia desviada pues hace inmanente lo trascendente. Ahora bien, «la novela no imita nada que no sea parte de ella misma. El mundo que imita la novela es el mundo que la misma novela crea. Como muy bien sabía Cervantes, el objeto del arte no es la representación del mundo externo (simple representación del mundo como exterioridad, como superficie), sino la verdad. La novela es veraz, artística y éticamente veraz, en la medida en que permanece fiel a sí misma». Por eso se puede decir que «cuando muere don Quijote no es sólo don Quijote quien muere, muere la novela. Ese es el fin, no un fin arbitrario sino engendrado en el seno del quehacer novelístico. Un fin que hace imposible la continuación».
Por eso se ha podido escribir que «las aventuras de don Quijote son el esfuerzo necesario para desembarazarse de la ficción. Esto es, don Quijote sale a los campos a rescatar a Alonso Quijano de su engaño. El desengaño final es el desenlace».
Jean Canavaggio. Cervantes (1986, 2015). Barcelona: Espasa, 2015; 430 pp.; col. Austral; trad. de Mauro Armiño; ISBN: 978–84–670–4556–7.
José Manuel Lucía Megías. La juventud de Cervantes. Una vida en construcción (2016). Madrid: Edaf, 2016; 304 pp.; col. Crónicas de la historia; ISBN: 978–8441436169.
José Manuel Lucía Megías. La madurez de Miguel de Cervantes: una vida en la corte (2016). Madrid: Edaf, 2016; 396 pp.; col. Crónicas de la historia; ISBN: 978–84–414–3693–0.
José Manuel Lucía Megías. La plenitud de Miguel de Cervantes: una vida de papel (2019). Madrid: Edaf, 2019; 312 pp.; col. Crónicas de la historia; ISBN: 978–8441438903.
José Manuel Lucía Megías. Leer el Quijote en imágenes. Hacia una teoría de los modelos iconográficos (2006). Madrid: Calambur, 2006; 508 pp.; col. Biblioteca Litterae; ISBN: 84–96049–99-X.
Cesáreo Bandera. Mimesis conflictiva: Ficción literaria y violencia en Cervantes y Calderón (1974). Madrid: Gredos, 1974; 262 pp.; prólogo de René Girard; ISBN: 8424906020.