‘Los desheredados’ o ‘Por qué es urgente transmitir la cultura’, de François-Xavier Bellamy
Gran libro en el que su autor, un joven filósofo francés, se propone dar una visión de la cultura y de la educación, y no dar consejos de pedagogía, y mostrar que las razones del fracaso actual de la educación están en que «hay una generación que desiste de transmitir a la siguiente lo que debería darle, es decir, el conjunto del saber, de los puntos de referencia, de la experiencia humana inmemorial que constituye su herencia».
Articula su libro con una introducción, una primera parte titulada «Tres sacudidas en un seísmo» — en la que expone ideas de autores que, de distintos modos, plantearon una «crítica radical de la transmisión», como fueron Descartes, Rousseau y Pierre Bourdieu — , una segunda parte para explicar que debemos «Refundar la transmisión», y una conclusión acerca de «La urgencia del reconocimiento».
En la segunda parte indica que «esta crisis no es un problema de medios ni de organización: es una cuestión de finalidades». Habla de que hoy abundan las fórmulas pedagógicas que resuenan en el vacío y que, en cambio, lo que la escuela tiene que hacer es «transmitir una cultura», «una cultura particular, con su lenguaje, historia, figuras y referencias singulares», pues es «a través de cada una de esas figuras particulares, en la singularidad del universo cultural en el que han nacido y que han marcado con su huella», como recibimos una enseñanza de alcance universal que nos permite comprender y estimar la singularidad del resto de tradiciones que podamos encontrar. «No creo en el choque de culturas sino en el choque de inculturas», afirma el autor.
Al final señala que es necesario actuar rápido si no queremos comprobar que, como decía Paul Valery, «las civilizaciones son mortales»: la cultura, por desgracia, no siempre impide que el hombre sea inhumano pero la incultura sí que le impide ser humano, y «el empobrecimiento cultural de cada vez más personas aumenta el embrutecimiento del mundo».
El autor de esta buena reseña indica que estamos ante «uno de los libros sobre educación más valiosos que se han escrito en lo que llevamos de siglo». Y el autor de esta elogiosa columna — citando a Bellamy en una entrevista — , subraya que «los jóvenes necesitan verticalidad, algo que los eleve con respecto a su condición, que los supere, que sea mayor que ellos», en lugar de pretender ayudarlos con «la abolición de la autoridad y de todo lo que creemos que es demasiado difícil para ellos».
Unas citas pueden dar idea del tono y de algunos contenidos del libro:
— Insuficiencia de la información en la web. «La cultura no es un capital que se pueda usar a merced de nuestras necesidades. Solo adquiere todo su valor cuando se transmite y alimenta, de este modo, al que la recibe. Aprender un poema y saber encontrarlo en la web no significa lo mismo, en absoluto: los versos del poema que tengo en la memoria habitan en mi espíritu y, al hacerse eco de las situaciones que atravieso, me acerco a mi propia vida interior. Poder encontrar en algunos clics todas las grandes fechas de los siglos pasados no nos dispensa de aprender la cronología de nuestra historia: porque conocerla es poder situarse en el tiempo; es comprender, tomar consigo, en toda su profundidad, los periodos y rupturas que han contribuido a hacer de nosotros lo que somos, y así comprendernos mejor a nosotros mismos».
— La necesidad de ejercitar la memoria. «No hay nada más hermoso que aprender de memoria, es decir, recibir plenamente una parcela de esa inmensa herencia que nunca se agota. La expresión misma, apprendre para coeur, manifiesta de forma luminosa, la unidad de inteligencia y sensibilidad, que crecen de la mano a partir de lo que nos es transmitido. Aprender de memoria es dejar que un texto, una música, un saber, nos habiten, nos transformen, eleven y aumenten nuestro espíritu y nuestro corazón hasta la altura que les es propia. Nuestro mismo ser tiene necesidad de esa maduración».
— La necesidad de aprender a usar bien el lenguaje. «No es la singularidad en las visiones del mundo lo que nos opone: lo que nos aísla, verdaderamente, es la incapacidad de pensar en lo que nos rodea cuando nos falta el vocabulario adecuado». Por ejemplo, «cuando “amar”, “estimar”, “apreciar”, “admirar”, son invariablemente reemplazados por “molar”, el problema no es solamente que la expresión pierda su precisión sino sobre todo que la emoción pierde su riqueza. No es la comunicación; el corazón y la mirada se hacen incapaces de sentir los matices y de percibir la singularidad; se escuchan, se repiten y quedan finalmente aplastados bajo el peso de la uniformidad».
— El valor de los libros. «Un libro (…) es un itinerario: requiere tiempo para ser recorrido. Esta es, por otra parte, su gran diferencia con la imagen, que se deja agarrar con la instantaneidad de una mirada. Para recibir lo que podemos encontrar en un texto hay que seguirlo línea a línea». La lectura no es una descarga de datos: su valor «no reside en el hecho de llegar al punto final sino en el camino que se sigue hacia él desde la primera palabra». Es importante tener en cuenta que «el mejor de los libros es el que no se contenta con procurarme un placer, viniendo a satisfacer mis expectativas; al contrario, es el que las sorprende, las supera, me saca de mi estado inicial; y es, al superarme, con su lectura, cuando me aproximo a lo que soy, a lo que pienso, siento y vivo. A través de su obra, el autor no me ofrece solo una diversión: aumenta mi propia libertad, me hace crecer, podríamos decir. Aquí está, por otra parte, el principio mismo de su autoridad: el auctor es aquel cuya particularidad es augere, “aumentar”. Aquello que el autor hace crecer en mí no es solamente un contenido de saber, una cantidad de cultura, un capital a mantener vivo, sino el ser mismo que yo soy».
— La forma de leer los libros antiguos. Hoy muchos leen «las obras del pasado para encerrarlas en su pasado, para privarlas de esa actualidad que parecía caracterizarlas». A muchos lectores se les ha enseñado a ponerse delante de esos libros con la actitud de quien está convencido de su superioridad moral: la de quien prohíbe a la obra «que le transmita nada» y la de quien «se prohíbe recibir nada de ella: se sitúa sobre ella para poder juzgarla mejor, en vez de entrar en relación con ella para heredar lo que puede enseñarnos hoy día. Y de este modo la mata, de alguna manera; reduce a la nada, en cualquier caso, la posibilidad de su fecundidad actual, que constituía la razón de nuestro interés por ella. La transforma en fósil».
— La importancia y la necesidad del agradecimiento. El reconocimiento es gratuito: no añade nada al acto que lo ha suscitado, pero tiene una gran eficacia pues transforma nuestra acción, igual que lo hace su ausencia. «El hombre contemporáneo se parece al Emilio de Rousseau, que “cree no deber nada a nadie”», como si esto fuera un ideal. Pero «nuestra ingratitud tiene efectos bien reales», como el de «la indiferencia por nuestro patrimonio, por unos tesoros construidos con el fervor de las generaciones pasadas, y que dejaremos que desaparezcan si no tienen suficiente rentabilidad turística o comercial». Además, nuestro patrimonio es también inmaterial: «La ignorancia vuelve mudas las estatuas, indescifrables las imágenes, incomprensibles los textos, los signos que hemos heredado pierden su sentido y, a su vez, su eficacia política y social. Nuestra incultura, que los hace poco a poco artificiales y obsoletos, es el resultado de nuestra ingratitud». La cultura muere de ingratitud.
— La mayor generosidad del educador. «El encuentro con la autoridad, lejos de reducir, aumenta en el niño su propia libertad». «La auténtica generosidad del educador (…) no consiste en dejar al niño solo para preservar su independencia; ni siquiera sabría identificar con qué deseos podría realizarse. Dicha generosidad apela, por el contrario, a transmitir lo mejor de aquello que hemos recibido para generar una auténtica libertad. No hay acto de amor más grande que el acto de la autoridad». La experiencia tan común de que, con el paso del tiempo, terminamos amando más a quienes más nos exigieron significa que, «al transmitirnos con autoridad lo mejor que querían ofrecernos, nos revelaron a nosotros mismos nuestro propio valor y el que teníamos a sus ojos». La autoridad «no significa “ser amado por el niño” sino amarle, y amarle lo suficiente como para transmitirle los saberes, las fronteras, las aprobaciones y las prohibiciones que le mostrarán hasta qué punto apreciamos su propia libertad. En efecto, esta autoridad que hoy le ofrece referencias le permitirá escapar para siempre de la inmediatez del instinto, y así le prepara para convertirse él mismo en un adulto».
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François-Xavier Bellamy. Los desheredados. Por qué es urgente transmitir la cultura (Les déshérités ou l’urgence de transmettre, 2014). Madrid: Encuentro, 2018; 172 pp.; trad. de Eduardo Martínez Graciá; ISBN: 978–84–9055–922–2.