No me gustan los premios literarios
Del mismo modo que los escaparates no nos ayudan a elegir buenos libros, los premios literarios tampoco lo hacen, o lo suelen hacer. La mayoría de las veces, el hecho de que un autor o un libro sean premiados no son sino ejemplos de cómo nuestra sociedad apunta los focos hacia alguien y deja en la oscuridad a otros que, con frecuencia, merecerían más el aplauso y serían mejores elecciones para nosotros.
Como esta opinión la he dicho y escrito en más de una ocasión, una vez recibí un correo en el que me decían: «ya sé que no te gustan los premios literarios, pero yo estoy muy contento porque me han dado uno». Contesté al autor diciéndole que, por supuesto, muchas veces los premios son merecidos y claro que me alegro cuando es así, o cuando lo recibe un amigo. Igual que me alegro si el premio me descubre a un autor valioso que no conocía, cosa que a veces sucede.
Pero, sea como sea, no me gustan los premios literarios.
Los institucionales, porque han quedado como una forma de promoción de los políticos de turno, o como una forma que los políticos en el poder tienen de pagar favores a los afines, o como un modo de promover los valores nacionalistas o ideológicos que a les interesan, o como una manera de repartir beneficios entre territorios con un «este año te toca a ti, el que viene me toca a mí»… En otros casos, algunas instituciones dan premios para vestirse a sí mismas con el prestigio de los galardonados.
Los comerciales, porque no dejan de ser unos premios que una industria se concede a sí misma y una estrategia más de promoción que, además — y estoy por decir que tal vez esto sea lo peor — , los medios de comunicación secundan acríticamente (o bien porque les pagan, o bien porque la empresa periodística y la editorial tienen intereses comunes). Por otro lado, con frecuencia el poder político también los apadrina de distintos modos.
Luego está la vergüenza que tantas veces da ver cómo los premiados aplauden a quienes otorgan los premios, como para seguir elogiándose a sí mismos, y cómo se aplauden unos a otros por compartir el inmerecido honor de ir al lado de… bla, bla bla.
Es cierto que todas estas reacciones mías son una consecuencia más de vivir en una «cultura de la sospecha», sí, pero también de haber comprobado bastantes veces que las sospechas tenían fundamento, y qué pocas veces los premiados reaccionan con gratitud y responsabilidad.