‘Nuestra cultura, ¿qué ha sido de ella?’, de Theodore Dalrymple

Luis Daniel González
7 min readDec 5, 2020

Cinco años antes de Sentimentalismo tóxico, Theodore Dalrymple había publicado Nuestra cultura, ¿qué ha sido de ella? Los mandarines y las masas, un libro traducido al castellano hace poco por El Cercano, una pequeña editorial ourensana. En él se contiene una recopilación de artículos largos publicados al principio del siglo XXI: doce agrupados en un bloque titulado «Artes y letras» y catorce en otro titulado «Sociedad y política». En ellos, tomando como punto de partida sus ricas experiencias humanas y profesionales — su madre llegó a Inglaterra como joven refugiada del régimen nazi, él viajó y trabajó en muchos países de todo el mundo (africanos, americanos y asiáticos), fue catorce años psiquiatra en un hospital carcelario — , reflexiona sobre la condición humana y sobre la evolución de la sociedad en la que vive, como con la intención de diagnosticar sus males. Muchas de sus ideas las reconocerán quienes hayan leído a Roger Scruton: entre otras, que «la fragilidad de la civilización es una de las grandes enseñanzas que nos ha dejado el siglo XX» y su crítica inclemente a los intelectuales deseosos de oponerse a las normas sociales tradicionales.

La primera parte, centrada en escritores, pensadores y artistas tiene igual lucidez y el mismo tono fuertemente irónico (y por momentos excesivo) de un autor como Paul Johnson en Intelectuales. Por ejemplo, critica la baja calidad de la obra de D. H. Lawrence y lo llama «un pornógrafo aburrido», de Virginia Wolff señala que usaba «su enjoyada prosa» para disfrazar «su resentimiento narcisista», de Joan Miró dice que sus escritos son unas patrañas sentimentales y que era «profundamente deshonesto en sus puntos de vista». Son excelentes los capítulos dedicados a Stefan Zweig y a comentar las distopías Un mundo feliz, de Aldous Huxley, y 1984, de George Orwell. Puede dar idea de las cotas que alcanza su sarcasmo cuando, en «Basura, violencia y Versace: ¿pero es arte?», acerca de una polémica exposición en la Royal Academy of Art — una «quintaesencia de la cultura británica moderna» cuya marca distintiva es «una grosería frívolamente intelectualizada» — , se refiere al jefe de exposiciones de la institución y señala que es muy bueno en su trabajo: «mugriento y sin asear, tiene la capacidad carismática de generar antagonismo a cien yardas; y cuando habla, a cientos de palabras por minuto, uno siente que está escuchando a Mefistófeles».

En su artículo «Por qué Shakespeare es actual en cualquier época», una idea que repetirá en varios lugares, hace un excelente comentario a Macbeth y una crítica de Solzhenitsin cuando, en Archipiélago Gulag, dice que los malvados de Shakespeare, Macbeth entre ellos, se detienen ante una decena de cadáveres porque no tienen ideología. Dalrymple rechaza que el gran mal solo lo es si tiene grandes dimensiones, como sugiere Solzhenitsin, y dice que «Shakespeare va directo al centro del mal humano (…) pues está interesado en las esencias de la naturaleza humana, no en los accidentes de la historia de los hombres»; que precisamente porque «Macbeth no es un villano de escenario» porque es un hombre normal, «es un ejemplo escalofriante para todos nosotros»; que cuando Solzhenitsin señala que la línea entre el bien y el mal pasa a través del corazón humano (idea que formuló antes Dostoievski), olvida que «es justamente Shakespeare quien nos muestra esa línea» y lo fácil que es cruzarla.

Los textos de la segunda parte se fijan en cuestiones sociales con acentos distintos: unos son más expositivos, otros más polémicos, otros admirativos, y en otros predomina el tono indignado. Destaco dos de cada clase.

En «Contra la legalización de las drogas» afirma que decir «la guerra contra las drogas está perdida» es como decir que «la guerra contra la muerte, o contra cualquier delito, está perdida»; también explica que la situación es mala pero sin duda puede empeorar más si se toman las decisiones políticas equivocadas. Otro texto explicativo es «Después del imperio», un análisis sensato y claro de los errores que se suelen cometer al hablar de los aciertos y fracasos de la política colonial en África, y un breve resumen de su experiencia como médico joven en varios países africanos.

Es polémico pero iluminador «Los usos de la corrupción», donde habla de Gran Bretaña como de un país que todo lo espera del Estado y que tiene un cuerpo funcionarial insobornable pero inepto; y la compara con Italia, que presenta como un país de hombres cuya dignidad no ha sido destruida por una cultura de la dependencia; donde comenta los problemas de la honestidad cuando busca lo inútil o tiene objetivos dañinos y afirma, con anécdotas significativas sobre las viviendas de protección oficial en Gran Bretaña, que «tratar a todo el mundo con el mismo menosprecio e indiferencia es la idea de la burocracia sobre la equidad». También hará levantar las cejas a más de uno «Por qué La Habana tuvo que morir»: fue una decisión política la de provocar la ruina total de las partes más hermosas de la ciudad pues para el régimen castrista era esencial, ideológicamente, que todas las huellas materiales e incluso la propia memoria de la sociedad anterior, deberían ser destruidas; y cuando, muchas décadas después, se emprendieron restauraciones en algunos sectores, sin explicar cómo se había permitido tal deterioro, se podía decir que «la restauración es un triunfo más de la revolución».

Entre los admirativos uno es «El hombre que predijo los disturbios raciales», dedicado a Ray Honeyford, el director de un centro escolar en un área de inmigrantes de Bradford, una ciudad al norte de Inglaterra, que fue intimidado y perseguido de forma inmisericorde: «ni el infierno parece que tenga tanta furia como la que se siente cuando uno contradice al multiculturalismo imperante». El otro que destaco, para mí el mejor, es «Cómo entender la sociedad», un largo comentario a La Russie, un libro publicado en 1849 por el Marqués de Custine, un aristócrata francés, señalando los efectos del zarismo que vio en Rusia y que décadas después facilitaron la llegada del comunismo: «El libro es una meditación extensa de los efectos de un régimen político particular y sus instituciones sobre el carácter, pensamientos y actuaciones de las personas e, implícitamente, una meditación de la interacción política del carácter del hombre y las condiciones políticas en cualquier parte»; señala Dalrymple que donde Custine había estudiado el efecto del despotismo sobre la psique y el carácter de los hombres, Tocqueville estudió el efecto de la libertad política e igualdad ante la ley sobre ellos, y que la lectura de los dos nos habla de una comprensión compartida, de que ante una naturaleza humana igual, unas organizaciones e instituciones promueven su excelencia y otras provocan su atrofia y su deformación.

Una de las direcciones que toma la indignación del autor, que aparece de una forma u otra en muchos artículos, es la de que los intelectuales y políticos son incapaces de mirar los problemas sociales de frente, de hacer algunas conexiones obvias, y de buscar sus verdaderas causas: en «El delincuente famélico» señala que, a la hora de hacer frente a la realidad de los presidiarios malnutridos, se buscan explicaciones sin atender a sus estilos de vida previos, que se defienden con la idea de que nunca se puede culpar a la víctima de las malas elecciones que hace, causados por vivir en familias desestructuradas, una realidad «alentada por una cierta ideología de las relaciones humanas, promovida por nuestras leyes y el sistema fiscal, y hecha realidad por los pagos del estado del bienestar»; y todo se intenta resolver al fin echando la culpa a las cadenas de supermercados y, por tanto, al Sistema, y tomando medidas que refuerzan el papel providencial de las élites y, por tanto, aumentan la burocracia y la regulación.

La otra dirección, la del daño que causa el «sentimentalismo tóxico», como tituló su libro posterior, queda bien ejemplificada en «La diosa de las tribulaciones domésticas», un comentario a la muerte de Diana de Gales, donde habla de «la prensa amarilla, la única industria en la que Gran Bretaña, sin ninguna duda, lidera al mundo y refleja fielmente el nivel y la educación de la población en su conjunto», y donde se lamenta de que «los británicos, bajo la influencia de los medios de comunicación de masas que exigen que todo el mundo exhiba su emoción o su pseudo-emoción a la vista de todos, han perdido sus pasadas admirables cualidades como el estoicismo, la capacidad de reírse de sí mismos y el sentido de la ironía, y han mantenido, únicamente, aquellas dignas de desprecio. Han cambiado profundidad por superficialidad y han pensado que habían conseguido lo mejor en las rebajas. Son como las personas que imaginan que la respuesta a un estreñimiento es la diarrea».

Aunque la edición necesita una revisión para corregir erratas, mejorar la puntuación, y poner en castellano algunos títulos citados, se ha de subrayar que estamos ante un libro extraordinario (uno de sus artículos, «Cuando el Islam se hunda», fue calificado como el mejor de 2004 por David Brooks en The New York Times). Dalrymple es un narrador sobresaliente, que sabe dar los datos oportunos y contar anécdotas significativas, que presenta casos sórdidos con la soltura de quien está familiarizado con ellos, que maneja una ironía contundente y es preciso al explicarse, y que, aunque carga la mano en lo negativo debido a sus experiencias personales y profesionales, también gracias a ellas da buenos argumentos y ofrece una perspectiva inaccesible a muchos y por tanto necesaria. Su libro es de los que aclaran lo que nos está ocurriendo, con lucidez y pesimismo comparables a los de Neil Postman podríamos decir, cosa que no es extraña pues, tal como él mismo explica, no se considera cristiano, y por tanto la esperanza no entra en su visión del mundo. Pero a la vez hay un dogma en el que cree a pies juntillas, al que acude con frecuencia y que da mucha solidez a sus explicaciones, que es el de la caída original; y, también, aunque no hace propuestas de acción, sí busca incitar a ella cuando repite varias veces la famosa frase de Edmund Burke de que «lo único necesario para el triunfo del mal es que los hombres buenos no hagan nada».

Theodore Dalrymple. Nuestra cultura, ¿qué ha sido de ella? Los mandarines y las masas (Our Culture, What’s Left of It: The Mandarins and the Masses, 2005). Ourense: El Cercano, 2020; 472 pp.; col. Monte Lourido; trad. de José Troncoso Casares; ISBN: 978–84–120482–4–7.

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Luis Daniel González

Escribo sobre libros, y especialmente sobre libros infantiles y juveniles, en www.bienvenidosalafiesta.com.