‘Permanecer. Para escapar del tiempo del movimiento perpetuo’, de François-Xavier Bellamy

Luis Daniel González
7 min readOct 24, 2020

Después de su llamamiento urgente a transmitir nuestra herencia cultural en Los desheredados, en su nuevo libro el autor habla, con igual claridad en la exposición y orden en su argumentación, de algunos planteamientos dominantes en nuestra sociedad. Para presentarlos, en la introducción se apoya en Carta al General X, una obra breve de Antoine de Saint-Exupéry que no llegó a publicarse, donde habla de su pasión juvenil por la velocidad, que al final de su vida le parece vacía e incluso destructiva, y del problema de fondo que, a su juicio, tiene Europa: «reconocer que la vida del espíritu es la única que satisface al hombre». Con citas de esta obra encabeza cada uno de los nueve capítulos de su libro (comentado bien aquí), de los que hago unos breves apuntes a continuación.

En el primero Bellamy comenta ideas de los filósofos presocráticos, en especial de Heráclito — «todo fluye» — y de Protágoras — «el hombre es la medida de todas las cosas» — , las que fundan el relativismo, «la idea de que no es posible ninguna verdad absoluta». Señala que nosotros, con nuestra fascinación contemporánea por el movimiento, vivimos la misma crisis del lenguaje, el mismo sentimiento compartido de que no cabe esperar una verdad absoluta de ninguna palabra: «También nosotros vivimos el reino de los “comunicadores” que pretenden poder “hacer aparecer grandes las cosas pequeñas, y las pequeñas grandes”».

En el segundo habla primero de cómo Aristóteles fue quien explicó que el cambio, en todas sus formas, se explica por el fin al que se orienta y que así es cómo el movimiento tiene su sentido. Luego, de que se produce un cambio en nuestra concepción del mundo cuando comienza la modernidad: la transformación que provocó la revolución iniciada por Copérnico y Galileo fue más allá de los descubrimientos puramente científicos y dio comienzo a una visión de la vida en la que el movimiento no tiene fin y tampoco propósito, razón por la cual se convierte en su propia razón de ser.

El autor continúa su repaso a la historia de este planteamiento con Hobbes, para quien la vida es movimiento sin propósito y para quien vivir es correr, pero correr para continuar en la carrera y no para llegar a algún sitio: es la victoria de Heráclito con veinte siglos de retraso. La virtud política, según Maquiavelo, será la de ajustarse a cada nuevo giro de los acontecimientos y así estar en consonancia con las exigencias del tiempo. La moral de los modernos será la moda, de forma que, tal como vemos alrededor, «el arte contemporáneo tiene un carácter cada vez más y más eventual y la creatividad acaba por reducirse completamente al movimiento de la creación».

En el cuarto capítulo explica cómo se instala en la sociedad la «religión del progreso». Hace notar que el progresismo es un razonamiento erróneo en el sentido de que confunde dos registros del discurso: la proposición de hecho que intenta describir lo que va a llegar y la evaluación moral que caracteriza como bueno todo lo que debe llegar. Dice también que la pasión moderna por el cambio es, desde el principio, una forma de resentimiento: apunta que Nietzsche mostró bien la fuerza de este resorte psíquico negativo, que es como una incapacidad enfermiza para aceptar lo real, y termina exponiendo el transhumanismo, al que califica de antihumanismo.

En el quinto empieza señalando que fue Bergson quien explicó que la ciencia moderna ha impuesto una representación del tiempo como una flecha, una alucinación colectiva que nos hace ver el futuro allí donde se nos indica. Habla luego de que «la modernidad es la primera concepción del mundo que ha invertido la relación con el tiempo que todas las demás sociedades anteriores a ella compartían. Mientras que lo heredado había sido siempre objeto de aprecio, en adelante solo contará el futuro». Retomando ideas de su libro anterior explicará que «los bienes más esenciales son los que requieren más tiempo para nacer y que son, a la vez, los más vulnerables», pero que el nuevo progresismo renuncia a su cuidado y su transmisión. Acentúa la importancia de una nueva ética que asuma la responsabilidad del daño que podemos hacer a las generaciones futuras y que subraye que «nuestra humanidad no nos pertenece, ya que no la hemos producido». Explica que esta exigencia es un imperativo moral que, siguiendo a Kant, Hans Jonas reinterpreta de esta forma: «obra de tal modo que los efectos de tu acción sean compatibles con la permanencia de la vida auténtica en la Tierra». Dice Bellamy, por fin, que la carrera hacia un «siempre más» nos llevará a la destrucción de nuestras vidas. (Entre paréntesis, cuando el autor menciona que hoy con frecuencia se plantean dos opciones: la de restablecer lo humano, como por ejemplo una medicina que curase el Alzheimer, o la de reemplazarlo para hacer otra cosa, como esas acciones que tratan al hombre como un objeto de la técnica y, por tanto, como algo que se puede modificar, transformar o reemplazar, pensaba en las advertencias que los cuentos populares han hecho siempre acerca de las diferencias entre la magia buena y la magia mala de las que también hablé aquí).

En el sexto capítulo, «Encontrar un punto de referencia», se desarrolla la idea de que la realidad no es simplemente un flujo, de que «la verdad constituye un punto fijo hacia el que dirigir nuestro pensamiento y nuestras palabras», y que ese punto fijo es algo que «escapa al tiempo, a la variación de las opiniones, a las modas pasajeras, a los cambios en las sociedades» y es el único «que puede otorgar sentido a la palabra y a la acción humana». Insiste Bellamy en que la justicia, el bien, la belleza, la felicidad o la paz son, en sus principios fundamentales, externas al tiempo y ajenas al movimiento, son eternas. Cada paso que los hombres damos para conocer estas realidades tiene un sentido y, aunque sea esa una investigación que nunca acabaremos, con ellos nos aproximamos «a un punto que permanece fijo y que constituye el objeto de nuestro esfuerzo teórico, ético, político».

Abundando en lo anterior, en «La verdadera vida está en otra parte» indica que, con todo, el actual «proyecto de emancipación absoluta está condenado al fracaso. La técnica no puede abolir las limitaciones que acompañan a nuestra experiencia de la realidad sin abolir la realidad misma. Las restricciones contra las que nos rebelamos no son un defecto de la vida, sino aquello que la define en el sentido más fuerte del término».

El octavo, una gran descripción de la expansión indefinida del mercado que se da en nuestro mundo, se titula «Todo se convirtió en objeto de comercio», una frase de Marx que sus seguidores han olvidado. Señala lo absurdo de que el progreso se cifre en que el supermercado esté abierto las 24 horas, de que se reduzca la política a la economía y se dé así el mayor poder a las multinacionales, de que hayamos pasado del amor a un trabajo bien hecho y duradero a la aceptación de la obsolescencia programada, de que la vieja aspiración de «tener un oficio» y dominar un arte que hace irremplazable a un hombre se haya sustituido por la de ser polivalente y adaptable… En fin, desarrolla bien el autor que, para que el mercado tenga sentido, tiene que haber cosas que no pueden ser ni compradas ni vendidas y que, por tanto, queden fuera del mercado.

El último capítulo, «Cifras o letras», empieza por señalar realidades a las que permanecen ciegas las estadísticas y continúa por subrayar que solo las palabras muestran lo irremplazable. Se afirma en él que para recuperar el sentido de lo real tenemos que recuperar el sentido de las palabras, lo que «es tanto como decir, y no hay nada de abstracto en ello, que la verdadera urgencia política es, en realidad, poética». Explica Bellamy que la literatura habla «del difícil encuentro de nuestra voluntad con este mundo que se nos resiste, con otras libertades y con nuestras propias debilidades. Ya era este el sentido de la epopeya de Gilgamesh: la búsqueda de una vida sin fin, sin límites, sin muerte, la búsqueda de la omnipotencia aquí y ahora, que sólo puede llevarnos a destruir esta vida finita, limitada, mortal que es, sin embargo, una vida real, la que hemos heredado. La literatura nos salva simplemente porque plantea de formas siempre distintas esta pregunta siempre renovada: “¿Adónde vas, Gilgamesh?” ¿Adónde vas tú? ¿Sabe usted adónde va, querido lector? ¿Adónde vamos todos juntos?».

Bellamy defiende la gran literatura indicando que «una obra clásica no pasa nunca de moda», que «un verso o incluso una sola palabra, si dice lo esencial, nunca se queda anticuado». Subraya cómo «el esfuerzo de la literatura consiste en reconocer la consistencia, con frecuencia agotadora, de esa realidad que existía antes que nosotros y se opone así a la negación organizada por nuestras obsesiones tecnicistas, nuestras ideologías momentáneas, que tienen como propiedad — y no por casualidad — el ser absolutamente incapaces de todo sentido poético». E insiste en que necesitamos menos acción y más atención, «y no para detener la acción, sino para dotarla de sentido al dirigirla hacia lo que merece nuestra atención y al proteger lo que depende de nuestro cuidado». (Y, en este punto, vale la pena recordar los comentarios acerca de que el mal se puede definir como renuncia a prestar atención, de Robert Spaemann, y acerca de que una inteligencia elemental es un deber, de Nicolae Steindhart).

François-Xavier Bellamy. Permanecer. Para escapar del tiempo del movimiento perpetuo (Demeure, 2018). Madrid: Encuentro, 2020; 208 pp.; trad. de Marcelo López Cambronero; ISBN: 978–84–1339–021–5.

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Luis Daniel González

Escribo sobre libros, y especialmente sobre libros infantiles y juveniles, en www.bienvenidosalafiesta.com.