‘Quintin Durward’, Walter Scott

Luis Daniel González
6 min readMar 5, 2022

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Una de las novelas del autor con un héroe más conseguido y con un hilo narrativo más directo. La edición castellana que he utilizado tiene una buena introducción sobre La Edad Media, otra sobre las novelas acerca de la Edad Media, y una presentación certera de la novela. A la narración le precede un prólogo del autor en el que habla de una estancia suya en Francia que parece ser ficticia y que resulta completamente superflua para la novela. Novela de acción con un marco histórico real en el que hay inexactitudes: algunos rasgos de los personajes principales que aparecen en la historia coinciden, más o menos, con los datos que tenemos, pero no así las fechas, pues ni la edad que tienen en la novela es la que tenían en realidad en ese año, ni algunos hechos históricos que se narran fueron el año 1468, que es cuando empieza la historia.

Quintin Durward es un joven arquero escocés que duda entre ponerse al servicio del rey de Francia, el cauteloso Luis XI (1423–1483), o de su principal señor feudal, y también rival, Carlos el Atrevido, Duque de Borgoña. Los acontecimientos le conducen a unirse a los arqueros escoceses del rey Luis, en donde ocupa un importante puesto su tío, y en donde, gracias a varios incidentes, se gana la confianza del rey. Cuando la joven condesa Isabel de Croyes, que había huido de la corte de Carlos por no estar dispuesta a casarse con quien le habían dicho, pide auxilio a Luis, este decide mandarla a Lieja para ponerla bajo la protección del buen obispo Luis de Borbón, de aquella ciudad. Encarga que la escolte a Quintín, pero este averigua en el camino que las intenciones de Luis no eran exactamente las que le había transmitido a él. Consigue llegar hasta Lieja pero, una vez allí, Guillermo de la Marck, conocido como el Barbudo o el Jabalí de las Ardenas, ataca ferozmente a la ciudad y mata al obispo. Quintin, entre tanto, huye con Isabel, a la que conduce de nuevo junto a Carlos, donde coincidirá con el rey Luis, que ha ido a intentar hacer la paz con Carlos en un movimiento audaz y arriesgada.

El párrafo anterior es, más o menos, la mitad del argumento, pero, además, no refleja ni mínimamente los muchos incidentes que ocurren y los abundantes e interesantes personajes que intervienen. Están descritos con muchos pormenores el rey Luis y el duque Carlos; en un segundo escalón están aquellos que los rodean, algunos consejeros, nobles, soldados y esbirros. Naturalmente, al héroe se lo describe bien: buena presencia, gran combatiente, modo de comportarse prudente: el narrador escribe que «compareció delante del rey y del duque con aquel despejo que dista tanto de la tímida reserva, como de la presuntuosa osadía: modo digno de un joven bien nacido y educado, que sabe honrar y respetar a quien corresponde, sin dejarse fascinar o intimidar por la presencia de los mismos a quienes honra y respeta». La heroína tiene menos entidad que otras del autor: aunque sus acciones — de huir de Carlos, de negarse a casarse con quien le dicen, etc. — dan idea de su fortaleza, por lo demás se deja llevar de un lugar a otro pues, como ella misma dice, «la libertad solo existe para el hombre: la mujer debe buscar siempre un protector, puesto que la naturaleza le ha negado los medios de defenderse por sí misma».

La novela tiene ritmo y en ella casi no hay derivaciones. Se suceden a buen paso las escenas de rivalidades, de combates dialécticos, y de peleas individuales y colectivas. No faltan algunos secundarios característicos: algunos graciosos, que aquí son unos canallas que hacen los trabajos sucios al rey Luis; algunos nobles, que actúan rectamente y ven con benevolencia y admiración el comportamiento de Quintin. Naturalmente, abundan las frases excelentes puestas en boca de cualquiera. Así, el narrador introduce buenas frases explicativas: «La meditación de un joven rara vez es tan profunda que no ceda al impulso de la curiosidad, tan fácilmente como la más diminuta piedrecilla, al caer por casualidad de nuestras manos, agita la superficie de un limpio estanque». Quintín replica en una ocasión cuando le aplauden: «Haría mal en vanagloriarme cuando no hay peligro alguno». Uno de los consejeros del rey señala cómo «siempre es el que pierde quien ensalza el mérito de la moderación. El que gana, hace mayor caso de la prudencia que le impele a no dejar escapar la ocasión de que puede aprovecharse». El rey Luis dice sobre otro rey que «hizo un disparate, pues murió como mártir y no hizo méritos para llegar a santo».

Hay dos escenas que se pueden considerar modélicas, dentro de cualquier novela de aventuras y dentro de las novelas del autor.

Una, a comienzos del capítulo IV, es la descripción de un almuerzo que ofrece a Quintín maese Pedro, un noble a quien ha conocido pero cuya identidad real no sabe:

«Había un pastel de Périgord, sobre el cual un gastrónomo hubiera deseado vivir y morir, como los comedores de loto de Homero, olvidado de parientes, patria y toda clase de obligaciones sociales; y cuya magnífica corteza parecía levantarse como las murallas de alguna rica capital, emblema de las riquezas que están destinadas a proteger. Junto a este pastel veíase un apetitoso guiso, que a juzgar por su olor se había sazonado con ese ligero punto de ajo que tanto gusta a los gascones, y que por cierto no desagrada a los escoceses; y más lejos descollaba un suculento jamón, parte sin duda de algún noble jabalí cazado en el cercano bosque de Montrichart. El pan, muy blanco, y amasado en forma de panecillos redondos, llamados boules (palabra de la que tomaron los taberneros de Francia el nombre de boulangers), tenía una corteza tan incitante, que hasta solo con agua hubiera sido un manjar delicioso; más no había allí únicamente agua, sino también una pequeña bota llena de exquisito vino de Beaulne. Tantas buenas cosas hubieran bastado para despertar el apetito hasta en la hora de la muerte; de modo que ya se comprenderá qué efecto producirían en un mozo de veinte años escasos que, la verdad sea dicha, sólo se había alimentado en los dos últimos días con algunos escasos frutos casi verdes que la casualidad le deparó ocasión de coger, y una reducida ración de pan de centeno. He aquí por qué atacó el guiso con tal denuedo, que muy pronto hubo de quedar la fuente vacía; emprendióla luego contra el voluminoso pastel, profundizando hasta sus entrañas, y remojó todo esto a intervalos con sendos vasos de vino, sin dejar de repetir sus ataques, con asombro del posadero y no poca satisfacción de maese Pedro».

Otra es la descripción que se hace de Luis Lesly, el Acuchillado, cuando entra en escena y tanto Quintín como el lector le ven por primera vea:

«Su traje y armas llamaban la atención por su magnificencia: llevaba la gorra nacional, adornada con un penacho de plumas y una Virgen María de plata maciza, la cual hacía a veces de hebilla, y que el rey había regalado a cada individuo de su guardia en uno de sus accesos de supersticiosa piedad, consagrando al mismo tiempo sus espadas al servicio de la Santísima Virgen. La gola del arquero, su armadura y manoplas eran del más fino acero, con embutidos de plata, y su cota de malla tenía un brillo deslumbrador; llevaba una ancha túnica o sobrevesta de terciopelo azul abierta por los lados, como la de un heraldo, adornada con una gran cruz de san Andrés bordada en plata, que la dividía en dos partes por delante y por detrás; protegían las rodillas y piernas unas mallas tan finas como flexibles; y los zapatos eran de acero; del cinto pendía uno de esos anchos y sólidos puñales que llamaban la Misericordia de Dios, y del hombro izquierdo el tahalí para la espada de dos manos, primorosamente bordado; pero en aquel momento, el arquero llevaba en la diestra esta pesada arma, que el reglamento le obligaba a no dejar nunca».

Más adelante se nos dirá que el Acuchillado no paga el vino en la posada, una «falta de memoria casual en personas de su condición, y que el dueño del establecimiento no pensó en corregir, atemorizado tal vez por la enorme espada de dos manos».

Walter Scott. Quintin Durward (Quentin Durward, 1823). Madrid: Legasa, 1981; dos volúmenes, 610 pp.; no indica traductor; edición de Antonio Martínez Menchén; ISBN: 84–85701–24-X.

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Luis Daniel González

Escribo sobre libros, y especialmente sobre libros infantiles y juveniles, en www.bienvenidosalafiesta.com.