‘Rob Roy’, de Walter Scott
Hace unos cuantos años empecé a leer todas las novelas de Walter Scott, propósito que aún no he podido cumplir del todo, con vistas a publicar un libro como el que dediqué a Dickens o a Stevenson. Iré publicando algunas de las reseñas que tengo preparadas y que, a la vista de las lecturas que faltan, aún cambiarán un poco.
De todas las novelas de Scott, Rob Roy era la que Stevenson prefería, tal vez por el impacto que le causó al leerla en su juventud. Por un lado, para un lector joven es inolvidable la figura de Diana Vernon: la mejor heroína de Scott a juicio de la gran mayoría de sus lectores. Por otro, el malvado Rashleigh es el más turbio de todos los creados por Scott. Pero su atractivo principal está en el personaje que da título a la historia, uno de esos héroes que, sin estar presente durante muchas páginas, lo llena todo; además, su entorno es fascinante y las pocas apariciones de Elena McGregor, su esposa, resultan sobrecogedoras.
La acción tiene lugar antes de la revuelta jacobita de 1715. El narrador es el joven Frank, o Francis, Osbaldistone. Riñe con su padre, pues no desea continuar con sus negocios en Londres, y es enviado entonces junto a su tío, sir Hildebrando, a su castillo de Northumberland, en la frontera con Escocia. Al llegar allí conoce y se enamora de la sobrina de su tío, Diana Vernon, cuyo padre ha debido ocultarse por sus simpatías jacobitas, y entra en contacto con un tratante de ganado, Campbell, a quien luego conocerá como Rob Roy. El más joven e inteligente de los cinco hijos de su tío, el sinuoso Rashleigh, es un personaje amenazador para Diana, a quien pretende, y para Frank, en quien ve a un rival, tanto ante Diana como ante su padre, porque Rashleigh está destinado a ocupar el lugar en los negocios que Frank no quiso. Este hilo argumental se desarrolla contra un ambiente social y político convulso, en cuyo centro están los montañeses de las Tierras Altas de Escocia, en los alrededores del lago Lomond (o Loch Lomond). Una de las facciones de highlanders la encabeza Robert Roy MacGregor, o Campbell, un hombre de porte reflexivo, espaldas muy anchas, y un aspecto con «algo de salvaje y de anómalo, un no sé qué de sobrenatural». Cuando Frank, a la vista que ni sus cartas llegan a su destino ni a él le llegan noticias de su padre, se ve obligado a intervenir pues averigua las asechanzas de Rashleigh, ha de ir primero a Glasgow y luego a las Tierras Altas para encontrarse con Rob Roy.
Así como el narrador no causa gran impresión, pues parece poco perspicaz y tiene un comportamiento algo blando, a través de su relato sí quedamos impresionados, como él, por Diana Vernon: la naturalidad y desenvoltura con la que se comporta sorprende a Frank en una época, nos dice, «durante la cual las leyes de la etiqueta, partiendo de la corte del gran rey, prescribían al bello sexo un excesivo comedimiento». Ella se lamenta, más de una vez, de su «desgraciado sexo» y de no tener, en medio de sus primos, un auditorio mínimamente inteligente, salvo Rashleigh, a quien teme. A él le debe lo que sabe de «griego, latín y muchas lenguas modernas» aunque, señala, «ignoro el arte de armar un gorro, de hacer calceta o de preparar un budín».
Rashleigh también queda bien retratado, por lo que dice Diana y por lo que Frank aprecia. Indica que es un hombre muy culto, educado para ser sacerdote católico aunque no parece tener intención alguna de serlo, y que su presencia física es pobre: «aunque lleno de vigor, tenía el cuello de toro y alabeado el cuerpo», y «un defecto de equilibrio muy semejante a la cojera». Sin embargo, reconoce, poseía una voz dulce y melodiosa, y una enorme capacidad retórica: «no hablaba jamás recio, ni en tono arrogante; nunca pretendía imponer su modo de ver las cosas (…), sus ideas se sucedían unas a otras sin esfuerzo ni cansancio, como las aguas de un manantial abundante y generoso, muy al contrario de esos brillantes habladores de salón que se precipitan en la emisión de las suyas con el trastorno y el ruido de una presa de molino, agotando luego la corriente».
La fiereza de Elena Mac-Gregor se pone de manifiesto cuando su marido cae prisionero de las tropas inglesas. Lanza entonces una proclama incendiaria que, sobre todo, se dirige contra los clanes escoceses que han ayudado al ejército inglés a capturar a Rob Roy: «¡Si se atenta a un solo pelo de la cabeza de Mac-Gregor, si no está en libertad dentro de doce horas, no habrá mujer del Lennox que, desde hoy a Navidad, no entone el coronach por aquellos a quienes más ama; ni habrá colono que no se lamente sobre su granja o su establo llameante; ni dueño, ni propietario, que se duerma de noche con la seguridad de despertar vivo al siguiente día! Y, para concluir como he empezado, decidles que, en cuanto el plazo expire, les mandaré a este magistrado de Glasgow, a este capitán sajón y a mis restantes prisioneros, empaquetado cada uno en un plaid y descuartizado en tantos pedazos como urdimbres tenga el tejido».
De Rob Roy nos dirá el narrador que, a pesar de ser implacable en el combate, «mandando él en persona, en la victoria no se degradaba nunca con actos de crueldad, ya que, naturalmente humanitario, tenía demasiada sagacidad para atraerse sin motivo odios inútiles». Cuando se despide de él lo describirá, cinematográficamente, del siguiente modo: «Rob Roy permaneció algún tiempo de pie sobre la peña en que nos habíamos despedido, siendo fácil reconocerle por su largo fusil, su plaid movido por el viento y la pluma negra que coronaba su gorro; emblema y distintivo del hidalgo y del guerrero de las tierras altas».
El hilo argumental lo enreda Scott presentando incidentes que resultan misteriosos para el narrador — que se da cuenta de que a la casa llegan visitantes extraños y que oye algunas conversaciones a medias… — , y haciendo que su mundo interior tumultuoso se apoye en lamentables errores de juicio — no comprende nada de lo que ocurre con Diana Vernon… — . Quien cumple aquí el papel de gracioso, el jardinero Andrés Fairservice, un escocés protestante irritado siempre con los papistas, es un personaje mentiroso y poco fiable a quien, sin embargo, el héroe mantiene siempre a su lado por una u otra razón: es un tipo de secundario que el autor empleará también en otra novela como La novia de Lammernor. La narración contiene también graciosos párrafos irónicos — «en cuanto a las lágrimas de dicha, seguramente las sacaba el truhán de ese noble manantial de emociones llamado borrachera», dirá Frank de Andrés — , y elocuentes frases shakespearianas — «la sangre circulaba por mis venas como torrente de fuego líquido», dirá un Frank inquieto por Diana — .
Una gran descripción ambiental del salón principal del castillo es esta: «Llegamos, por fin, a dicho salón, que era largo, abovedado y construido con sillarejos de piedra. Allí, sobre una hilera de recias e inmutables mesas de roble, iba a servirse la comida. Aquel venerable salón, teatro de las alegrías de muchas generaciones de la familia Osbaldistone, testificaba asimismo las hazañas venatorias de la misma. Gigantescos fragmentos de ciervo, trofeos contemporáneos tal vez de las famosas querellas entre Percy y Douglas, colgaban en las paredes entre pieles de zorros, de tejones, de nutrias, de martas y de otros animales salvajes. Al lado de las armas de la antigua caballería, que habían servido para guerrear contra los escoceses, se veían otras más conformes con los pasatiempos de un castellano, tales como ballestas, escopetas de toda clase, redes y cañas de pescar, venablos y otros muchos curiosos instrumentos destinados a coger o a matar la caza. Figuraban, además, algunos cuadros ahumados y ensuciados por manchas de cerveza, representando señores y damas, celebridades de otros tiempos, los unos con luengas barbas o enormes pelucas, y fijos obstinadamente los ojos de ellas en la rosa que sostenían en sus manos».
Walter Scott. Rob Roy (1818). Barcelona: Planeta, 1997; 414 pp.; col. Booket; trad. de Hipólito García; ISBN: 84–08–02245–8.