Tomás Moro

Luis Daniel González
15 min readJun 22, 2019

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Hoy, 22 de junio, es buen día para poner aquí un texto que preparé hace tiempo sobre Tomás Moro y varios libros, obras teatrales y películas que tratan sobre él.

En la segunda mitad del siglo XX, para muchos, la figura de Tomás Moro fue la que mostró una famosa obra de teatro de Robert Bolt, Un hombre para todas las estaciones, convertida luego en una gran y premiada película, Un hombre para la eternidad. Para otros, en los últimos tiempos, esa figura ha quedado un tanto desvaída debido al retrato, históricamente inexacto y bastante acomodado a la mentalidad imperante hoy, que hizo de él la novelista inglesa Hilary Mantel. Mucho tiempo antes, Shakespeare, junto con otros autores, había firmado Tomás Moro (o El libro de Tomás Moro, en el original), una pieza teatral en verso, interesante por estar escrita muy poco tiempo después de la muerte de Moro, pero difícil de seguir hoy si no se conocen bien los hechos históricos y las personalidades que los protagonizaron.

Pero veamos antes dos biografías que merecen ser leídas: La hora de Tomás Moro, del historiador alemán Peter Berglar, y Tomás Moro (o La vida de Tomás Moro, en el original), del historiador inglés Peter Ackroyd. Con distintas perspectivas, ambas son excelentes: la de Berglar es más empática e intenta ir más el fondo del personaje, y la de Ackroyd es más distante y detallista en cuestiones externas; la primera explica muy bien el mundo europeo y alemán de la época — Erasmo, Lutero… — y el contenido de las obras de Moro, mientras que la fortaleza principal de la segunda está en lo bien que presenta los escenarios, externos e internos, en los que tuvo lugar la vida de Moro, así como el funcionamiento de las distintas instituciones en las que trabajó o con las que tuvo relación.

Berglar no elude los puntos controvertidos del comportamiento de Moro — algunas actuaciones judiciales y políticas, el modo insultante de polemizar a veces, etc. — pero siempre subraya que «tanto la vida individual como todo el cosmos político-social y cultural de la cristiandad latina estaban impregnados de religiosidad en una medida difícilmente imaginable para nosotros». Al respecto, Ackroyd es respetuoso y admirativo, pero parece estar guiñándonos el ojo cuando señala qué actuaciones de Moro han sido benévolamente interpretadas por algunos historiadores y no se corresponden con las que esperaríamos de un «santo», o cuando describe lo que se creía en aquellos tiempos.

La biografía de Berglar está estructurada en dos partes: la primera se titula «El ascenso», y en ella se cuenta la vida de Moro siguiendo el largo epitafio redactado por él mismo justo después de dimitir como Canciller, y que es un magnífico ejemplo de understatement, de «esa modestia algo irónica tan típicamente británica»; la segunda, titulada «El testimonio», se centra en el análisis de sus publicaciones y cuenta el tramo de su vida posterior a su renuncia. La biografía de Ackroyd sigue paso a paso la vida de Moro y, en ese recorrido, añade perfiles que pueden pasar más ocultos de su biografiado y de la gente que le rodea: así, señala que «podría decirse con justicia (…) que [Moro] fue el primer inglés que se planteó seriamente la educación de las mujeres»; o, frente a otras visiones más chuscas basadas en menos datos, hace interesantes elogios a la segunda mujer de Moro, «una de esas mujeres inclasificables del siglo XV y de principios del siglo XVI», nada «oprimidas por lo que hoy podríamos llamar una sociedad jerárquica dominada por los hombres» y cuyos fuertes temperamentos eran reconocidos y apreciados.

Tomás Moro nació, en Londres, en 1478. Su padre, John Moro, era un conocido abogado y juez de la ciudad. Recibió una buena educación. Entró pronto al servicio del arzobispo de Canterbury y Canciller de Inglaterra, John Morton. Estudió dos años en Oxford y llegó a dominar Latín y Griego, pero abandonó esos estudios para llegar a ser abogado. Se planteó ser monje cartujo pero, finalmente, decidió no serlo. Se casó en 1505 y tuvo cuatro hijos. Cuando su esposa falleció, en 1511, volvió a casarse con una mujer viuda, con la que no tuvo hijos. Fue tutor también de otras dos chicas. Se preocupó siempre de dar una educación excelente a sus hijos e hijas, entre los que destacó su hija mayor, Margaret, calificada ya en su tiempo como «la mujer más erudita de Europa». Fue uno más de los grandes humanistas europeos de la época, como sus buenos amigos Erasmo y Juan Luis Vives.

Su carrera política comenzó, en 1504, cuando fue elegido para el Parlamento. Fue nombrado, en 1510, undersheriff, o alguacil, de la ciudad de Londres, uno de los dos ayudantes del sheriff. Su peso en la vida pública fue aumentando progresivamente: llegó a ser uno de los principales consejeros del Cardenal de York y Canciller, Thomas Wolsey, y también del rey Enrique VIII; desempeñó eficazmente varias importantes misiones diplomáticas; fue Canciller del ducado de Lancaster y Speaker de la Cámara de los Comunes; hasta que, finalmente, fue nombrado Lord Canciller en 1529. Renunció a ese puesto en 1532 cuando ya no pudo mantenerse al margen de las maniobras que había venido promoviendo el rey para obtener el divorcio de Catalina de Aragón, casarse con Ana Bolena y, de paso, hacerse con el control de la Iglesia de Inglaterra.

El rey había nombrado Canciller a Moro aunque ya sabía que no aprobaría sus planes matrimoniales. Sin embargo, estaba seguro de su lealtad y discreción, quería mantener las apariencias de legalidad, y confiaba en que cambiaría de opinión. Moro sabía cuáles eran las pretensiones del rey e intentó hacer bien su trabajo pero «fue capaz de reconocer el momento a partir del cual quedarse en el gobierno significaba colaborar con el rey y hacerse personalmente responsable» pues, explica Berglar, Moro «solo podía callar como particular, no como alto funcionario». Comenzaron entonces las presiones sobre él, dirigidas por el astuto nuevo canciller Thomas Cromwell, para que terminara cediendo pues el no de Moro, en Europa, se veía como un no rotundo a lo que pretendía el Rey. Finalmente fue llevado a prisión, en la Torre de Londres, donde estuvo encerrado 445 días, y sometido a un juicio en el que, a partir de un falso testimonio, fue condenado a muerte. Falleció, decapitado, el 6 de julio de 1535.

Todos los datos históricos de los que disponemos, que son muchos, dejan bien establecida la personalidad de Tomás Moro: fue un hijo atento, un buen esposo y padre de familia; fue un superior amable y justo para sus criados o subordinados; tenía grandes dotes para la amistad, era un gran orador y una persona ecuánime, con buen humor y facilidad para las bromas irónicas — un familiar dijo que «pocos podían ver, por su expresión cuando hablaba en serio o en broma» — .

Aunque, sin duda, la entereza y la fe en Dios con las que hizo frente a la enorme presión del poder y a los sufrimientos que por ese motivo padeció — prisión y muerte por supuesto, pero también toda clase de miedos: a ser débil, a los sufrimientos, a la incomprensión de su familia, a las consecuencias que su actuación tendría en ellos… — , ponen en claro su mundo interior, los historiadores no dejan de señalar que hubo puntos poco claros en su comportamiento durante los años anteriores.

Uno tiene que ver con las relaciones que mantuvo con sus superiores, como fueron Morton y Wolsey. Berglar dice que este «es un ámbito de su vida no del todo transparente, un ámbito que puede causar ciertas dudas sobre su rectitud y arrojar una sombra sobre su personalidad»: las lisonjas y aplausos que les dedicó suenan a veces demasiado aduladores, aunque señala el historiador que aquí Moro no se diferenció de otros en su tiempo y, en su caso, nunca pretendió destacar de nadie por un «inconformismo ostentoso»: «no es pura casualidad que el cilicio se lleve sobre la piel y no sobre la capa».

Otro, que Ackroyd menciona, es cómo, en unas pocas ocasiones, en sus gestiones diplomáticas se vio atrapado en situaciones de las que salió con las que él llamaba «mentirijillas»; y cómo, en sus actuaciones como abogado, aunque «no existen razones para creer que Moro tergiversara deliberadamente la verdad, a veces hacía lo natural para él: «añadir la glosa del abogado a circunstancias ambiguas».

Tanto Berglar como Ackroyd explican que aprobaba la violencia física para combatir las herejías. El primero apunta que, para él, «destrozar un crucifijo era peor que un robo; y profanar la Hostia consagrada, peor que un asesinato. No existía entonces tolerancia religiosa»; y el segundo señala que «aprobaba la quema de herejes, y en ese sentido no se diferenciaba de la mayoría de sus contemporáneos».

También su forma de polemizar en algunas cuestiones resulta incómoda desde nuestra perspectiva. En sus ataques a Lutero hay rudas injurias y Berglar apunta que algunas de sus publicaciones «causan algo de malestar por el sarcasmo en la discusión» y, más todavía, en los «momentos en los que deja de lado la caballerosidad frente a alguien más débil». De nuevo, Moro no actúa en este punto de modo diferente a cómo lo hacían otros, que también recurrían a insultos obvios en sus escritos polémicos.

Otro punto difícil de comprender hoy, para muchos, está en las que Berglar llama las «categorías afectivas» de Tomás Moro: el hecho de que, a pesar de todo, amara a su rey «como un servidor ama a su señor de quien ha recibido mucho bien». También Ackroyd señala que «lo más conmovedor, desde nuestra perspectiva», es «la disposición y la buena voluntad de Moro a la hora de “obedecer” lo que demandaba el rey. Moro fue siempre un modelo de obediencia; tanto en su vida, como en su muerte, llevó a cabo las tareas que se le encomendaron de la forma más diligente posible».

En su actividad oficial, Berglar dice que «el consejero real Tomás Moro se distinguió porque nunca ansió situarse en primer plano. Y al no ser indiscreto, gozó de la confianza de todos». A esto contribuyó también que se guiaba por «el principio de decir sólo cosas afirmativas, nunca desfavorables respecto de otra persona, aunque fuera un enemigo». En su enfrentamiento con el rey y sus hombres mantuvo un comportamiento modesto, un perfil bajo diríamos ahora, que le llevó a no actuar nunca como quien se considera un defensor ejemplar de una causa buena frente a otra mala, y «precisamente eso es lo que le hace tan atrayente ya entonces y luego a través de los siglos».

Insiste mucho Berglar en que, «como jurista que era, Tomás sabía medir exactamente sus palabras», sabía bien qué podía incriminarle y qué no. Su posición, de «hablar allí donde Dios lo exige y callar allí donde Dios lo permite», acabó siendo la más insoportable para el rey y para Cromwell, pues para ellos «sólo servía un Moro que callaba porque estaba muerto, o que vivía porque asentía». Pero, como «aquel hombre del derecho y de la ley no podía ser derrotado con el derecho y la ley, sino solo con la perversión de estos», fueron dictando sucesivas leyes complementarias para intentar cimentar jurídicamente, de manera retroactiva, su prisión y su muerte.

Moro se aferró «al derecho mínimo de callar allí donde la aprobación es imposible por motivos de conciencia, motivos que nadie puede verse obligado a explicar», subrayando también que «es algo muy distinto el contenido de una respuesta y el no dar respuesta». Pero, «como en la tragedia griega cada paso que el héroe da o deja de dar va cerrando más y más estrechamente la red alrededor del propio héroe, así cada una de las observaciones del acusado Moro le iban acercando más y más a su fin». Hasta que, cuando fue condenado, hizo su memorable alocución final ante sus jueces y ante la historia.

Señala Berglar que «Tomás era consciente de que una sola vez podría confesar con sus palabras y testimoniar ante su país, ante el mundo y la historia. Por eso, no quería desperdiciar en varios plazos y de forma anticipada su “hora de la verdad”, sino esperar el momento oportuno, el único posible. Y éste sólo podía ser el mismo proceso». Indica que «había podido callar mientras el silencio no hería o dañaba a nadie, sino que no hacía más que confirmar un derecho humano irrenunciable, y además le protegía a él de las últimas consecuencias. Pero ahora que habían desaparecido todas estas razones, su obligación era hablar, para que el derecho y la verdad no quedasen oscurecidos ante los contemporáneos y las futuras generaciones».

Ackroyd acentúa las similitudes del final de Moro con el de Sócrates. Indica que ambos obedecieron a su conciencia, hablaron de una verdad más allá de la jurisdicción que les condenaba, y, aunque hubieran podido buscar formas de huir, insistieron en su deber de respetar el procedimiento legal. Señala cómo Moro, al permanecer «fiel a su conciencia divinamente ordenada», se situó por encima de los que estaban a punto de matarlo — «vale la pena resaltar que habló de “vuestro Derecho” y “vuestras Leyes”» — , y personificó «los principios del mismo derecho que deseaba defender».

Al mismo tiempo, conviene no perder de vista el telón de fondo que Berglar presenta muy bien: «Se estaba tratando de la emancipación de la sociedad y del Estado, de la desintegración del “ordo” medieval, del nacimiento del concepto moderno de Nación, de su independencia. Y se trataba de algo más: de la pretensión del poder estatal de exigir no sólo una obediencia de hecho sino un asentimiento activo». Es decir: a los súbditos se les pediría no sólo que tolerasen las decisiones de la autoridad, sino que se les exigiría que aprobaran esas decisiones, y se perseguirían no sólo los actos de rebeldía sino también las actitudes interiores de oposición. Moro dejó claro que un ciudadano debe obediencia no al soberano — término sustituible por el de «autoridad estatal» — , «sino sólo a su conciencia: de este modo subraya un principio de validez intemporal. Un principio tan de actualidad hoy como entonces, porque hoy se ve tan despreciado como en aquellos tiempos».

El drama Tomás Moro, en cuyo manuscrito figuran siete caligrafías distintas entre las cuales está la de Shakespeare, es una obra cuyo principal interés no es el literario sino el histórico. Por un lado, es una pequeña prueba más del catolicismo de Shakespeare, y por otro revela las simpatías que despertaba Tomás Moro pocos años después de su fallecimiento: dice Ackroyd que «no ocurre a menudo que un traidor a su rey condenado a la pena capital sea elogiado, cincuenta años después de su muerte, como una figura popular». Además, tanto las indicaciones como los permisos que dio a los autores el censor oficial de la época — hacia 1603, cuando había fallecido Isabel I y parecían avecinarse cambios — , dan cierta idea del clima político del momento: de hecho, no llegó a representarse y su estreno tuvo lugar en Londres el año… 2004.

La obra contiene diecisiete escenas en las que se intenta presentar el modo de ser y la vida de Moro. En las seis primeras Tomás Moro actúa sabiamente como alguacil de Londres; luego es nombrado consejero del rey y Canciller; siguen varias en su casa de Chelsea, donde se representa una obra teatral titulada «El matrimonio de Ingenio con Sabiduría» en la que Moro interviene, y donde aparecerán conversaciones con Erasmo; en la décima es llamado a la Cámara del Consejo del Rey y allí — sin que se digan los motivos claramente — presenta su dimisión como Canciller; vienen luego escenas en su casa, unas de vida doméstica y otra en la que no accede a firmar un documento que le proponen, y en la Torre de Londres; y la última es ya en el patíbulo.

La obra se disfruta más cuanto mejor se conozca el trasfondo social y político, tanto de la vida de Moro como de la de Shakespeare. En ella se cuentan anécdotas que ponen de manifiesto el modo de ser amable y bromista de Moro en todo momento. También conviene atender al ejercicio metafictivo del teatro dentro del teatro, que le sirve al autor para retratar al protagonista, elogiado por uno de los cómicos por ser un hombre que «ama nuestro gremio». No está de más añadir aquí que John Rastell (cuñado de Moro) y John Heywood (casado con una hija de Rastell), dice Ackroyd, «fueron dos de los primeros dramaturgos ingleses que escribieron obras que todavía se conservan. Se ha sugerido que Heywood fue el primer autor teatral “verdadero”, pero existe mejor fundamento para sugerir que Rastell construyó el primer escenario inglés en Finsbury Fields».

Hay mucho contenido en la obra pero una de sus grandes cuestiones es, como cabría esperar, la de la relación entre poder y autoridad o cómo el poder es legítimo sólo cuando se somete a quien tiene de verdad la autoridad. Esto, que se puede rastrear en varios diálogos, figura en su forma más explícita cuando Moro se dirige a los amotinados del primero de mayo (en un parlamento que los espectadores o lectores ingleses del momento entenderían como una crítica frontal a las pretensiones de Enrique VIII e Isabel I de ser la cabeza de la Iglesia), y les alecciona:

«[…] Arrodillarse
para pedir perdón es más seguro
que cualquier guerra cuya disciplina
sea la rebelión.
¡Entrad, entrad en obediencia! Incluso
la rebelión precisa de obediencia.
Decidme sólo esto: ¿Qué capitán rebelde,
iniciado el motín, podría con su nombre
retener a la chusma? ¿Quién obedecerá
a ese traidor, cuya proclamación
de “capitán” no os puede sonar bien
llevando el adjetivo de “rebelde”?»

La obra teatral de Robert Bolt, titulada A Man for All Seasons, <tuvo una primera versión radiofónica en 1954, se representó en un escenario en 1960, y fue una famosa película que se tituló, en castellano, Un hombre para la eternidad, y se estrenó en 1966. En el prólogo que le puso, Bolt explica el telón de fondo histórico de su obra; indica las razones por las que a él, que no era católico y ni siquiera se consideraba cristiano, le atraía el personaje; y habla de algunas opciones técnicas teatrales que tomó.

El argumento se centra en el momento en el que Tomás Moro, cuando ya es Canciller, no apoya ni el deseo ni las gestiones de Enrique VIII para conseguir el divorcio de Catalina de Aragón y casarse con Ana Bolena. Moro abandona su puesto antes que aceptar la exigencia del rey de que todos los miembros del gobierno y del Parlamento le obedezcan a él como cabeza de la Iglesia en Inglaterra. Más adelante, esa exigencia toma forma de un obligatorio Juramento público y, como Moro no encuentra ningún subterfugio jurídico que le permita jurar sin ir contra su conciencia, opta por no pronunciarse al respecto y entonces es encerrado en la Torre de Londres. No cede ante la presión del primer ministro, Thomas Cromwell, y en el juicio al que es sometido sigue callando para no ser incriminado, pero es condenado a muerte debido al perjurio de alguien que había trabajado con él y que, como premio, es ascendido a Fiscal general de Gales. Pronunciada la sentencia y no teniendo ya nada que perder, Moro denuncia públicamente la ilegalidad de las acciones del Rey.

En su presentación, Bolt habla de Enrique VIII como uno de los campeones de la naturaleza humana más baja y, en cambio, habla de Moro como de un hombre de gran personalidad, unas dotes humanas extraordinarias, y una fuerte convicción de que, de ninguna manera podía ir contra su conciencia: el «no debo hacerlo» para él era igual que un «no puedo hacerlo». Cuando su acomodaticio amigo Norfolk le pregunta si no puede jurar, como él mismo ha hecho, aunque sea por amistad, Moro le responde: «Y cuando estemos ante Dios y tu hayas sido enviado al Paraíso por actuar de acuerdo con tu conciencia y yo condenado por no haberlo hecho de acuerdo con la mía, ¿vendrás conmigo, por amistad?».

Otro de los puntos que la obra subraya es la confianza de Moro en las leyes. Ese máximo respeto por la ley de Moro se ve, al principio, cuando su futuro cuñado William Roper le pregunta si le concedería el beneficio de la ley al Diablo y Moro le dice que por supuesto. En cambio, Roper responde diciendo que, si por él fuera, rompería cualquier ley para cazarlo. A lo cual Moro responde: «Y cuando te hubieses saltado todas las leyes, y el Diablo se volviera hacia ti, ¿dónde te esconderías, Roper, después de haber anulado todas las leyes? Este país está sembrado de leyes de costa a costa, leyes humanas, no divinas, y si fueras a saltártelas todas — y eres muy capaz de hacerlo–, ¿crees de veras que podrías resistir los vientos que se levantarían? Sí, yo concedería al mismo Diablo el beneficio de la ley, ¡por mi propia seguridad!». Así que, al final, la obra también pone de manifiesto la insuficiencia de la justicia humana y cómo los poderosos pueden acabar acomodando las leyes que dictan a sus propios intereses.

Al margen, en relación con la visión de Moro y su época que hace pocos años presentó Hilary Mantel en su premiada versión novelesca, y luego televisiva, de los mismos hechos, dice Richard Rex, un historiador inglés profesor en Cambridge: «El Moro de Bolt era un héroe liberal para la guerra fría, al igual que el Cromwell de Mantel es un héroe liberal para las guerras culturales. Pero la creación de Bolt debe bastante más al Moro histórico que el Cromwell de Mantel al Cromwell histórico. De hecho, la creación de Mantel debe mucho a Bolt». En el Cromwell de Mantel, «hay una cierta complejidad moral, aunque su notable parecido con un lector de The Guardian le da un aspecto risiblemente anacrónico». Y en su novela, y en la miniserie de la BBC que se ha basado en ella, «todos los demás personajes son simplemente anticuados “buenos” o “malos”, con prácticamente todos los protestantes clasificados como buenos, mientras que los católicos lo son como malos».

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Peter Berglar. La hora de Tomás Moro. Solo frente al Poder (Die Stunde des Thomas Morus. Einergegen die Macht, 1978). Madrid: Palabra, 1993; 434 pp.; trad. de Enrique Banús; ISBN: 84–7118–901–1.

Peter Ackroyd. Tomás Moro (The life of Thomas More, 1998). Barcelona: Edhasa, 2003; 647 pp.; trad. de Àngels Gimeno-Balonwu; ISBN: 84–350–2634–5.

William Shakespeare, Anthony Munday, Henry Chettle, Thomas Dekker, Thomas Heywood. Tomás Moro (The Book of Thomas More, 1600). Madrid: Rialp, 2012; 170 pp.; trad. de Aurora Rice y Enrique García-Máiquez; prólogo de Joseph Pearce; ISBN: 978–84–321–4222–2.

Robert Bolt. Un hombre para la eternidad (A Man for All Seasons, 1954–1960). Madrid: Ediciones Iberoamericanas, 1967; 181 pp.; col. Universal Eisa; trad. de Luis Escobar. Versión original en London: Methuen Drama, 1995; 105 pp.; ISBN: 0 413 70380 0. La película basada en esta obra se estrenó en 1996 y fue dirigida por Fred Zinnemann.

Hilary Mantel. En la Corte del Lobo (Wolf Hall, 2009), Booket, 2012; 752 pp.; trad. de José Manuel Álvarez Flórez; ISBN: 978–8423323456.

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Luis Daniel González

Escribo sobre libros, y especialmente sobre libros infantiles y juveniles, en www.bienvenidosalafiesta.com.